Andresito

Tuve un amigo que llamábamos Andrés el "cortadito", porque nació sin las dos piernas y sin un brazo. Se había agenciado un carrito de madera, con las ruedas de billas de unos patines Winchester. Se impulsaba con una mota de pizarrra que manejaba contra la vereda con su única mano. Solía estacionarse junto a una cantina, y preguntaba a cuanta persona pasaba si le podía dar un sol para tomar el tranvía. Siempre la respuesta era de extrañeza y conmiseración: no pasaba por allí ningún tranvía, acaso no veía que en la calzada no había trazas de riel alguno... Invariablemente, él replicaba: "ah, entonces, si no puedo tomar el tranvía, sí puedo tomar una copita de aguardiente".

Se había enamorado de una loca que, bolsas de plástico de colores y cartones por todo equipaje, lo cogía de la mano y era su samoyedo perfecto. Nada era más hermoso para él que deslizarse por las veredas tomado de la mano por Campanita, la dulce loquita: "más rápido, más, mamacita, que te alcanzo", y se perdían por las veredas que pintaba el crepúsculo, derramando sus dorados, malvas, rojos, por las calles empedradas del viejo Callao puerto ...

Un día Campanita se enamoró. Fue flechada por el "loco Benavides", un pintor alcoholizado que había sido becado años atrás por el presidente homónimo, para que se forme en Roma y en París. Su apellido era Aguirre pero cada cuadra caminada la terminaba con un sonoro !viva Benavides!. Y Campanita se amaba y revolcaba con él en cuanta escalera o rincón encontraban.

Andresito toleró esa situación como un príncipe: Con mirada sabia la veía alejarse con el borrachín y luego, como si se arrepintiera, hacía unos dos o tres intentos de seguirlos...y volvía, sereno el semblante, a parar su volkswagen en el filo del sardinel. El Benavides y su loca, para deshacerse de él, habían cambiado de vereda por media calle de adoquines y, ya en la otra orilla, lo despedían con señales de sorna...

Con los ojos vidriosos, giraba la cabeza, y luego, marcha atrás, acomodaba el volkswagen para unirse a nosotros. Con los ojos vidriosos, también, nos miraba como mira la Killa, con el rabo entre las piernas...


Víctor Hugo Velázquez Cabrera, 2006

Arte poética

MISTERIOSA pasión la que nos lleva a buscar en la memoria aquello que cuando fue presente no supimos- no pudimos- aquilatar en toda su riqueza. Este puede ser el caso de la infancia, pero es también, con frecuencia, el de la infelicidad: ese traje aislante que nos separa del mundo y nos deja, en el mismo lugar en que lo abordamos, estragados y burlados.

Más misteriosa aún, aquella que nos lleva a la literatura: ese desesperado intento de hacer un presente sin fondo con todo lo recuperado del olvido. Esa lucha denodada contra el olvido de lo que hubimos vivido o de lo que deseamos y aun temimos, constituye el tema medular de toda literatura.

Escribimos anhelando abolir o modificar un dolor, una bajeza, una vergüenza, escondidos entre los pliegues de nuestras pequeñas almas. Escribimos, también, radiantes de ilusión, por vivir –siquiera en la limpia soledad del papel- ese amor apagado en amargura, ese gesto magnánimo que se torció en vinagre, la alegría secreta que no fuimos capaces, esa vez, de hacerla florecer en gozo compartido...

Ahora estamos aquí, reunidos en torno a la palabra – como ante el primer fuego del neolítico- todos los que creemos en su fuerza. Es fortuito, meramente fortuito, que este hombre criado entre caballos y eucaliptos sea el que ahora les hable. No sé cómo decir esto que digo sin romper el precario equilibrio entre la vanidad –que es siempre grosera- y la simple modestia -porque puede ser falsa.

Lo diré de este modo: ahora hablan por mí, a través de mi voz, no sólo este puñado de narradores selectos, sino también el último de los escritores que ponen cada día todas sus ganas, todas sus energías, en esta dolorosa lid que es la escritura. Hablo también en nombre del bisoño que puebla sus líneas de ilusiones, y del que domina ya la esquiva técnica. Del novato que paga con feble moneda sus inicios, y del baquiano que cursa adelantado los intrincados caminos dela forma y la ficción. Todos, todos estamos construyendo este texto sin fin que es la literatura.

Alguna vez se dijo en Cajamarca: “usos son de la guerra vencer y ser vencidos”. Pues bien: ya estuvimos abajo; no demoraremos en volver nuevamente a las sombras. Otros serán, entonces, los que se alcen con las nuevas victorias. (También el ser humano se alimenta de sombra y amarguras, de ausencias y de olvido, de estériles crepúsculos y de noches de arena).

Básteme, ahora, recordar que a esta tribu (el acto de escribir es un acto salvaje: se parece al amor) pertenecemos tanto mujeres como varones. Hay ahora varias damas de las letras en esta selección. Ayer hubo otras tantas, mañana serán más. Y mientras tanto ¿cuántas mujeres han quedado- por ahora- en la sombras? Quiero dejar aquí constancia de la inmensa belleza de sus obras. Quiero que conste aquí mi admiración por ellas.

Hay sitio, en esta república de las letras, para todos los gustos y todos los estilos. Literatura realista, fantástica, de ciencia ficción, policial, psicológica, y otros géneros y subgéneros, transitan libremente, con el sólo requisito de un lenguaje rico y una prosa tersa, para recorrer quién sabe qué caminos...

Todos serán leídos (el acto de leer es un acto profundamente civilizado: se parece al amor). Y toda lectura implica un juicio crítico, así sea nebuloso: el ser humano descifra los símbolos con inquietante esmero, porque sabe, secretamente, que él mismo es sólo un símbolo. Sabe, en lo más oscuro de sí mismo, que es un enigma insondable. Y, aturdido, viste esa desnudez esencial con la palabra. Y al volver los ojos sobre lo ya vivido, vuelve a desnudar, a vaciar su conciencia.
La biología estudia la vida en su mínima expresión que es la célula. Parejamente, la literatura estudia la vida en su más honda dimensión: la conciencia. No es pues, entonces, la psicología la que analiza esta conciencia; ella estudia la conducta. Es mas bien el arte, la literatura la que tiene que ver con la pulsión de vida, con ese impulso vital de todo ser humano.

Así , pues, soy ahora la voz de esta gran tribu. Y ella quiere ser discreta, serena, agradecida. Quiere dar testimonio de la conciencia de su época. De sus fracasos y de sus logros. De sus temores y de sus anhelos. Quiere que recordemos que somos, en nuestra fragilidad, no sólo peores de lo que creemos sino, también, mucho mejores de lo que imaginamos. Que sepamos que más allá de nuestras pobres conciencias diurnas –que nos dan la idea falaz de nuestra separación en individuos- somos, claramente en el momento del sueño, una sola ilusión, un solo puño, una sola sonrisa, un solo y largo dolor, un solo espanto.

Por nuestras raíces, nos nutrimos de un mismo suelo. Elevados los troncos, somos un denso bosque de quimeras y ensueños. Por nuestras frondas, saludamos el viento que nos trae la palabra. Y esa palabra vibra, corusca y centellea y, perdida su gracia, cae privada de savia, y pasa a formar el humus que abonará los suelos para nutrir a otra desconocida generación de árboles en retoño... Ya Marcel Proust decía que los libros son hijos de la oscuridad y del silencio.
Por ahora, nuestra voz aún comunica con todo su vigor...Queremos que esa voz llegue a la patria grande que es América. Que gire y centellee, y vuelva agradecida a este recinto en el que están -lúcidas las conciencias- todos los de la tribu. Están también, sinceras y serenas, las voces tan disímiles, y sin embargo unívocas, de todos los escritores que aquí nos congregamos.

Señores de la Academia de la Lengua, de la Asociación Internacional de Escritores, del Instituto Nacional de Cultura, del consejo Nacional de Universidades, de la decana UNMSM, de la PUC y del PEN club Internacional, todos los narradores, poetas, novelistas y dramaturgos presentes agradecemos la calidad y seriedad de vuestros juicios.

De mí, sé decir que acepto con humildad esta tarea, con entusiasmo y renovada fuerza porque, como dice mi filósofo favorito, Mario Moreno Cantinflas: “yo nací encuerado, de modo que todo lo que lleve encima...ya es ganancia.”


Víctor Hugo Velázquez Cabrera


COPE 2000

La novena maravilla

A juniorum vulpibus defendo.
Candido lectori

Lunarejo

Walter Redmond O’Toole anduvo por estas tierras con sus formidables apuntes sobre la lógica del Lunarejo, por más de treinta años. Fue mi profesor de Filosofía Latina Colonial en el aula 8A del Departamento de Humanidades de San Marcos. Cuando terminó su curso inesperadamente brillante (ya que nadie esperaba maravillas de un tema tan lateral al pensamiento de occidente), con sencillez y afecto, nos citó en su casa y nos exhortó a dejar de lado torpes rivalidades entre universidades y unirnos a sus discípulos de la Católica.

Recuerdo que al despedirse le pidió a Juvenal Ramos que sirviera sendos vasos de un “muy perruano marracuyá con piscou” que él mismo había preparado. Recuerdo aún su sincera voz pronunciando las vocales cerradas y esa ‘o’ final rizada en una ligera ‘u’ que sólo en él dejaba de ser tan antipática.

Mi ingratitud y ciertos menesteres rastreros de mi vida me llevaron por otros mil caminos y no volví a pensar en el irlandés ni en el Lunarejo sino cuando una nota de estafeta de El Comercio me enteró de la edición mexicana de su vasto e ilustre ensayo a cargo de la Universidad Autónoma.

Y así hubiera quedado este recuerdo sino fuera por la generosa invitación que me hiciera la historiadora Merli Costa para integrar el jurado del VI Concurso de Dulces Tradicionales Peruanos del Museo Nacional de Antropología de Pueblo Libre.

Ahora, este domingo, atravieso la explanada que conduce al célebre, sencillo museo. Apruebo, por enésima vez, la ciclópea cabeza del Genio, que campea en plena plazuela, saludada por los añosos ficus y jacarandás, bajo cuyas frondas me esperan ya las mesitas con lindos arreglos de flores y mejores sonrisas, y me sumerjo en los olores de los más disímiles y delicados dulces que se pueda imaginar.

Para acercarme a las mesas de degustación, acondicionadas en la sala mayor, dentro del edificio, me apresuro en acreditarme como miembro del jurado. Me recibe un hombre de edad madura, con una mirada más serena que penetrante. Me llaman la atención sus mangas amplias de puño apretado y su pantalón ceñido de pana negra hasta la pantorrilla. Buena ambientación, pienso. Un antiguo sombrero de los llamados “de teja” le oculta en parte el rostro cetrino que refleja cierta lejana nobleza.

Me hace pasar a la sala mayor con una casi imperceptible venia: allí están las prestiñas de mi infancia en Namora, glaciadas de azúcar; el glorioso alajú de Ferreñafe; los mazapanes del Misti; el inusual tocosh cerreño de papa fermentada al agua subterránea; el clásico ranfañote y el champús de guanábana tan limeños y hasta una inesperada mermelada de rocoto sureño, junto a un tenue manjarblanco de papa …

Saturado, salgo a respirar al parque, que ya es una fiesta … Para descansar el paladar voy en busca de un agua mineral. Esta vez entro al museo por la anexa Quinta de Pezuela (que todos llamamos del Libertador). Las escaleras de viejo mangle y mármol me devuelven momentáneamente a las tardes de soledad y pájaros de otros días …

Pasando la reja mayor de la terraza adornada con dos cañones sin cureña y luego de unas rápidas habitaciones de adobe y cal con pisos de ladrillo, me recibe el mágico silencio de la huerta donde Bolívar sembró esa higuera que ahora estira sus brotes traslúcidos hacia la pérgola al pie de un camino de cascajo. Los sardineles de ladrillo del sendero están ya iluminados por unas simples lámparas de papel de estraza con arena y velas a ras del suelo, que le dan al recinto un aire medio oriental. Alzo la cabeza hacia la balaustrada y veo al mismo hombre de ropa anacrónica que me observa sin disimulo. Gira suavemente y desaparece detrás de una alta palmera. Pienso que debe ser una ocurrencia de Fedora Martínez, la subdirectora del Museo, para ambientar, con originalidad, el evento. Tengo entonces la idea de saludarla. Abro la puerta que da a los antiguos galpones de esclavos y que hoy son una hermosa y fresca galería de pintura colonial.


Recuerdo, de pronto que el profesor Francisco Merino y la doctora Merli Costa me han prometido, para una crónica de historia del arte, la diapositiva de una deliciosa Última Cena, posiblemente del taller de Diego Quispe Tito, óleo exornado de pájaros andinos y curiosamente servida de cuyes, ajíes y panes que destacan en el blanco mantel, único centro visual de reposo y enlace para las coloridas túnicas de borrosos apóstoles alrededor de un Jesús retraído contemplando el aire. La busco en la galería. La miro y remiro un buen rato.

Ahora paso a una salita lateral. Entorno la puerta de Fedora y siento unos pasos alejándose. Me atrevo a entrar. Nadie en los escritorios, nadie detrás de los estantes. Me acerco a un anaquel de legajos empolvados y no puedo evitar el placer de revolver sus añejos papeles. Allí los facsímiles de las crónicas de convento que habían atormentado mis años juveniles. Allí las ediciones príncipes de algunos de los magnos documentos de nuestra identidad.

Allí, de pronto, la inesperada y querida carpeta de filos carcomidos que tantas veces vi bajo el brazo de Walter Redmond. Contemplo con unción su menuda letra, tan querida para Juvenal y para mí. Veo sus líneas rectas, sin apuro, incontables veces leídas por nosotros. Incontables veces, también, habíamos revisado con cariño, con lástima, esas cuartillas llenas de erudición y, no obstante, de frescura misteriosa. Como si hablar o pensar de Juan de Espinoza Medrano de los Monteros, Arcediano de Insigne Cabildo de la Gran ciudad del Cuzco, apodado Lunarejo, impusiera, no la angosta vida de los códices y mamotretos coloniales, sino una como circulación secreta por los caminos de la vida simple.

Alegre y descuidado por ese hallazgo vuelvo a acariciar los folios de ese gigantesco trabajo sobre una parte tan mínima del pensamiento humano, pero enriquecida por el amor de un irlandés que se propuso destacar la inteligencia, la coherencia y la profunda humanidad de un indio, que había envejecido en los silogismos y sorites de una lógica escolástica ya anquilosada, pero también en el amor de la filología o incipiente lingüística de su siglo. Leo tembloroso la eslabonada frase redmondiana. Leo con veneración los antiguos lugares de discrepancia de eternas horas entre Juan Abugattás, Juvenal Ramos, y yo.

Ya ha oscurecido. Miro por el postigo entornado y veo las farolas de estraza como luciérnagas estacionadas marcando una desconocida constelación. Ni un solo ruido se cuela de la calle. En el placer de ese claustro materno me sorprende la atrasada voz de alguien que me urge, benévolo, a pasar a la cena. Giro la cabeza y veo al ujier cetrino con sus pantalones de pana negra ajustados que reverencialmente me invita al aula mayor con un candelabro en la mano izquierda, abriéndome la hoja de la alta puerta.

Alguien ha ordenado una mesa, distribuida con muy buen gusto, con platos exquisitos: … asados con salsa de ají, guisos, cecinas, ostras, ovas y gelatinas, Sobre unos azafates de plata, el hervido de granos de maíz, el maíz tostado con sal, la ensalada de espinacas rodeando el mondongo llovido de menta, los chochos con su tenue amargor. Otra bandeja con un lechón decorado con legumbres. Mazorcas de choclo, habas reventadas y jarras de chicha fresca de jora. Tazones con setas, humitas y frijoles. Pallares y ocas guarnecidos de espárragos. Y más jarras de chicha de maní. Platillos con camaroncillos en crema de espinacas y frutas pasas. Y el locro perfumado con guardillas de hinojo.

Este aroma me traslada a mi infancia mientras una ráfaga de aire apaga los candelabros de la mesa. Entonces otra voz, también inconfundible, con las erres arrastradas y gangosas (dice, por ejemplo, nosotrgos) se acerca a mí y con aire amistoso comenta:

— Middendorf a veces se enrguedaba. Pese a lo casi pergfecto de su fonología, ésta implica impergfecciones: ¡confundir lloqllo (luqlu -ruqru-) con 'chicha blanca' cuando la lección más plausible es la de Jogge Liga! Ruqru es paga Liga (Lira) el guiso de papas, choclo, habas vegdes, queso y leche. ¿No es acaso nuestrgo 'locro'? Middendorf, ggaciosamente, habla de panza tajada y no gueconoce nuestrgo pgoverbial 'mondongo'. Pego aciegta al tgaducig sullun matiqllu cogectamente por lechón (Frischling), allí donde Schwab, tan peguano, trgasladacagne no nacida” ...

Ante la andanada erudita de esa otra querida voz, atino a preguntar sin voltear el rostro:
— ¿Te refieres, Max, a la edición quechua-alemán de Middendorf, de su Dramatische und Lirische Dichtungen der Keshua-Sprache de Leipzig en 1891?
Ja, que tan insulsamente trgadujo Schwab, y que Meneses rguevisó paga la edición del Banco Continental de 1972.

Otra ráfaga de viento golpea una de las hojas de la ventana y entra, siempre discreto, el hombre cetrino con el candelabro en la mano. A unos pasos de nosotros, siempre amable y siempre sonriente, nos invita a saborear con él las viandas tan discutidas. Vuelvo a recordar el óleo anónimo de la Última Cena, cuya diapositiva me han prometido Paco Merino y Merli. Recuerdo la serena pintura, su penumbra de años apenas iluminada por el blanco mantel, con los cuyes que Jesús comparte entre ajíes y panes sin duda de maíz y de quinua.

Giro con temor sobre mis talones. Demoro en comprender que el amor y el agradecimiento pueden haber juntado tres siglos distintos: el XVII del indio Lunarejo, el XIX del médico Middendorf y el XX de mi maestro de gramática quechua, el suizo Max Jurth, y de Walter Redmond, el irlandés.

Cierro los ojos para saborear esa delicada y querida visión, cuando oigo la discreta voz de Fedora que me busca para emitir mi fallo sobre el concurso:
— ¿Has estado husmeando entre mis papeles?
—Sabías que no lo iba a evitar- respondo. Y añado:
─¿Qué hace al final del Philosophia Thomística del Lunarejo el manuscrito del único ejemplar de su drama quechua Chanu churin (Hijo pródigo)? ¿Quién preparó la mesa con los potajes que menciona en su primer acto, quinta escena?

Fedora permanece inmutable. Insisto: ¿Quién quiso escenificar ese pasaje del banquete para el hijo pródigo con potajes que el Lunarejo extrajo (quizás) de los conventos dominicos? ¿Por qué no hay dulces andinos en esta mesa fantasmal? ¿Quién, entonces, presentó ese dulce (por el que voté) denominado “novena maravilla” hecho de lúcuma pasa y capulíes envueltos en gelatina de pata y miel de chancaca?

Salgo del recinto, mareado y con una fatigada nostalgia, hacia la arquería del museo. La luna ha comenzado a brillar. Las preguntas que me hago son cada vez más insistentes: ¿Quién replicó, con tanta exactitud en la mesa, la línea 277 y las ocho siguientes del Dramatische … en que el personaje Ukhu de El hijo pródigo pide ese banquete tan parecido a la comida criolla que ahora conocemos?

¿El hombre que había deslumbrado a los eruditos con sus apuntes lógico-filosóficos, el cuzqueño que había dejado esos barroquísimos pero bellos sermones que se ganaron el título de novena maravilla, el Lunarejo Espinosa Medrano, el de los galanos desplantes al portugués Faría (que había osado denostar al ya ausente Góngora) en su elegante Apologética del vate cordobés; ese indio erudito en latín, griego y hebreo, música y matemáticas, aparece ahora, en esta magna casa, ‘escenificado’ en un pasaje en la lengua que había mamado en la leche, el quechua, que sólo usó en una o dos obras de teatro, sólo para recordarnos meros usos culinarios de los conventos?

Bajo las gradas hacia el parque de ficus. Me despide desde las sombras la semisonrisa del hombre cetrino. La oportuna y casual luz de un faro de automóvil le ilumina el rostro. Noto unas manchas oscuras que le cruzan del lado derecho de la frente hasta la mejilla.

La respuesta burlona y grácil de Fedora a todas las preguntas que le hice queda resonando en el aire como un espolvoreo de oro y de canela:
— Ahí te dejo ese clavo de olor …

Víctor Hugo Velázquez Cabrera
XI Bienal de Cuento "Premio Cope 2000"