Hacia fines del siglo XVI el Occidente estaba ya enriquecido por el Renacimiento, que dominaba toda la Europa y hasta había trasladado sus luces a los cielos de nuestra América morena.
Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, con distinta suerte, habían prendido las primeras luces de un conocimiento más acucioso y exigente que el anémico sistema lógico de la escolástica anquilosada en hallar la razón de la sinrazón -como dirá Cervantes apenas iniciado el siglo siguiente.
Ellos dieron, con Copérnico, Kepler y Galileo la semilla de una nueva forma de concebir el mundo, más humana y fructífera.
En Córdoba, hacia l585, Garcilaso, el cuzqueño, está rumiando para nosotros, los americanos, la discordia de sus sangres y escudriña la obra filosófica del italo-judío León Hebreo, que postula el amor como conocimiento supremo.
En Turena, Francia, el 31 de marzo de l596, nace René Descartes, que pondrá en entredicho todo tipo de conocimiento.
En Inglaterra, hacia l604, Hamlet demora su venganza devorado, cada noche de escena, por la duda, que es la inteligencia y que prefigura al Hamlet real que será Descartes. Bacon publica en l620 su Novum Organon, en que denuncia las cuatro formas que tiene el entendimiento humano de engañarse.
Descartes tiene veinticuatro años. Un año antes, el 10 de noviembre de l619 -como él mismo fechara en su diario, con la pluma temblorosa en la diestra y la guerrera espada olvidada al cinto, sobre el Danubio congelado- ha descubierto los fundamentos de una 'ciencia maravillosa', y se ha prometido una peregrinación de agradecimiento a la Virgen de Loreto. Había roto con el pensamiento escolástico que le fuera impuesto en el colegio jesuita de París, e iniciaba la filosofía moderna.
Tardará hasta l637 en publicar su Discurso del método, en el que explicita esos fundamentos reducidos a cuatro célebres reglas:
1) tener la evidencia de la cosa, clara y distinta, 2) dividir las dificultades para su solución, 3) conducir el pensamiento ordenadamente de lo simple a lo compuesto y 4) integrar revisiones generales para no omitir nada.
Mientras tanto, ha investigado hondamente el pensamiento matemático, que le parece paradigmático y totalmente esclarecedor de la forma cómo ha de intuirse la evidencia de todo conocimiento:
el espíritu poseería una serie de principios evidentes por sí mismos, que serían innatos, por los cuales se descubren las verdades de una serie de intuiciones en el curso de una cadena deductiva. Crea así, la geometría analítica, en la que las funciones algebraicas aparecerán evidenciadas por coordenadas con absoluta certeza, no importa que valores tengan en los ejes de x i y.
Corre el año de l635, y el pensador ha tenido una hija que perderá en l640, el mismo año de la muerte del padre venerado, sumiéndolo más aún en la consolación por las matemáticas y la filosofía. Escribe entonces su Tratado de las pasiones, en el que postula que éstas son meras reacciones básicas: la admiración, el amor, el odio, el deseo, la alegría y la tristeza son respuestas de la voluntad -por la cual juzgamos o nos abstenemos de hacerlo, en infinita libertad- después de haber sido informada por el entendimiento.
Militando en el estoicismo, Descartes nos insinuará que podemos abstenernos del dolor con sólo suspender nuestros juicios. Y este entendimiento será lo único que se presente a mi comprensión como clara y evidente verdad, aún cuando dude de todo lo existente, puesto que ni siquiera estoy seguro del mundo, de mi cuerpo, de mis emociones, o de mi voluntad, ya que puedo engañarme o ser engañado. Entonces, en el momento en que descubro que dudo, me es evidente que hay alguien que ejercita esa duda.
Duda que es una forma pura del pensamiento, ya irreductible en sí. Y puesto que pienso, entonces soy, existo, con absoluta certeza. Esta es la evidencia del cogito por la cual, además, me descubro puesto en un mundo cuya sustancia debo entender como una extensión del pensamiento.
Esta soledad en la que nos arroja su psicología filosófica le hará buscar una moral provisional que lo acercará a los estoicos y a una aceptación serena del mundo.
Para entenderlo, Descartes prefigura un mecanismo de relojería por el cual todo el orbe es explicado por el análisis reductivo: las 'fuerzas y cualidades' de la materia de la física aristotélica desaparecen y ésta queda reducida a un desolado paraje inerte, poblado melancólicamente por la conciencia. En su torbellino múltiple, el universo recibirá su extensión del pensamiento.
Ofuscado por esta vorágine, el solitario Descartes olvidará explicarnos como se da este movimiento, este paso del pensamiento a la extensión, de la sustancia pensante a la sustancia extensa.
El exilio
Desde l628 hasta el 49, radica en Holanda, único lugar en la Europa que le garantiza la libertad y serenidad necesarias para pensar su gran obra, su destrucción de la escolástica: acusado de ateo por protestantes y católicos, había tenido que pedir protección a la embajada holandesa.
En l641 publica sus Meditaciones metafísicas, en las que ajusta aún más el rigor de su pensamiento y nos lleva a límites exquisitos del raciocinio. Evita las polémicas estériles y abunda en discusiones epistolares. Prepara su Tratado del mundo o de la luz, cuya publicación suspende al enterarse de la condenación del sublime Galileo: sabe que Bacon, Galileo y él mismo han abierto una ventana descomunal y fértil para el mundo moderno de los barrocos. Sabe que han fundado la ciencia, con su preciso juicio de la razón, los datos de la conciencia, su método y sus distintos ámbitos. Lo sabe, y está muy cansado. Prepara su edición del Tratado de las pasiones.
Su correspondencia con la reina Cristina de Suecia lo entusiasma para ir a Estocolmo. Las clases de matemáticas y filosofía que da a la reina le exigen madrugar. Corre el año de l649 y a su cansancio espiritual se añade la zozobra de quien mira por sobre el hombro el camino recorrido.
Revisa sus Reglas para la dirección del espíritu y se abriga, mal que bien, en el crudo invierno escandinavo. Siente un sordo dolor en el pecho. La vista hacia el sur, hacia la lejana vega de su Loira natal es difusa, de colores vagos. Una mal esperada pulmonía (o una pócima de arsénico) lo lacera y lo borra el 11 de febrero de l650.
Duda que es una forma pura del pensamiento, ya irreductible en sí. Y puesto que pienso, entonces soy, existo, con absoluta certeza. Esta es la evidencia del cogito por la cual, además, me descubro puesto en un mundo cuya sustancia debo entender como una extensión del pensamiento.
Esta soledad en la que nos arroja su psicología filosófica le hará buscar una moral provisional que lo acercará a los estoicos y a una aceptación serena del mundo.
Para entenderlo, Descartes prefigura un mecanismo de relojería por el cual todo el orbe es explicado por el análisis reductivo: las 'fuerzas y cualidades' de la materia de la física aristotélica desaparecen y ésta queda reducida a un desolado paraje inerte, poblado melancólicamente por la conciencia. En su torbellino múltiple, el universo recibirá su extensión del pensamiento.
Ofuscado por esta vorágine, el solitario Descartes olvidará explicarnos como se da este movimiento, este paso del pensamiento a la extensión, de la sustancia pensante a la sustancia extensa.
El exilio
Desde l628 hasta el 49, radica en Holanda, único lugar en la Europa que le garantiza la libertad y serenidad necesarias para pensar su gran obra, su destrucción de la escolástica: acusado de ateo por protestantes y católicos, había tenido que pedir protección a la embajada holandesa.
En l641 publica sus Meditaciones metafísicas, en las que ajusta aún más el rigor de su pensamiento y nos lleva a límites exquisitos del raciocinio. Evita las polémicas estériles y abunda en discusiones epistolares. Prepara su Tratado del mundo o de la luz, cuya publicación suspende al enterarse de la condenación del sublime Galileo: sabe que Bacon, Galileo y él mismo han abierto una ventana descomunal y fértil para el mundo moderno de los barrocos. Sabe que han fundado la ciencia, con su preciso juicio de la razón, los datos de la conciencia, su método y sus distintos ámbitos. Lo sabe, y está muy cansado. Prepara su edición del Tratado de las pasiones.
Su correspondencia con la reina Cristina de Suecia lo entusiasma para ir a Estocolmo. Las clases de matemáticas y filosofía que da a la reina le exigen madrugar. Corre el año de l649 y a su cansancio espiritual se añade la zozobra de quien mira por sobre el hombro el camino recorrido.
Revisa sus Reglas para la dirección del espíritu y se abriga, mal que bien, en el crudo invierno escandinavo. Siente un sordo dolor en el pecho. La vista hacia el sur, hacia la lejana vega de su Loira natal es difusa, de colores vagos. Una mal esperada pulmonía (o una pócima de arsénico) lo lacera y lo borra el 11 de febrero de l650.
René Descartes había vivido la inefable aventura y la gloria de pensar. Había fundado una nueva era, que enriquecerían sobre sus firmes pasos, Spinoza, Malebranche y Leibniz:
la razón quedaba fundada para ser apurada hasta las heces y, ebria de Dios, conducida por Locke, Hume y Berkeley al final de la Edad Moderna, en que Kant, respetuoso, inflexible, cerraría con memorables soluciones la gran puerta que el francés, tembloroso y magnánimo, había abierto.
10 de nov, 2011 Victor Hugo Velázquez Cabrera
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