La novena maravilla

A juniorum vulpibus defendo.
Candido lectori

Lunarejo

Walter Redmond O’Toole anduvo por estas tierras con sus formidables apuntes sobre la lógica del Lunarejo, por más de treinta años. Fue mi profesor de Filosofía Latina Colonial en el aula 8A del Departamento de Humanidades de San Marcos. Cuando terminó su curso inesperadamente brillante (ya que nadie esperaba maravillas de un tema tan lateral al pensamiento de occidente), con sencillez y afecto, nos citó en su casa y nos exhortó a dejar de lado torpes rivalidades entre universidades y unirnos a sus discípulos de la Católica.

Recuerdo que al despedirse le pidió a Juvenal Ramos que sirviera sendos vasos de un “muy perruano marracuyá con piscou” que él mismo había preparado. Recuerdo aún su sincera voz pronunciando las vocales cerradas y esa ‘o’ final rizada en una ligera ‘u’ que sólo en él dejaba de ser tan antipática.

Mi ingratitud y ciertos menesteres rastreros de mi vida me llevaron por otros mil caminos y no volví a pensar en el irlandés ni en el Lunarejo sino cuando una nota de estafeta de El Comercio me enteró de la edición mexicana de su vasto e ilustre ensayo a cargo de la Universidad Autónoma.

Y así hubiera quedado este recuerdo sino fuera por la generosa invitación que me hiciera la historiadora Merli Costa para integrar el jurado del VI Concurso de Dulces Tradicionales Peruanos del Museo Nacional de Antropología de Pueblo Libre.

Ahora, este domingo, atravieso la explanada que conduce al célebre, sencillo museo. Apruebo, por enésima vez, la ciclópea cabeza del Genio, que campea en plena plazuela, saludada por los añosos ficus y jacarandás, bajo cuyas frondas me esperan ya las mesitas con lindos arreglos de flores y mejores sonrisas, y me sumerjo en los olores de los más disímiles y delicados dulces que se pueda imaginar.

Para acercarme a las mesas de degustación, acondicionadas en la sala mayor, dentro del edificio, me apresuro en acreditarme como miembro del jurado. Me recibe un hombre de edad madura, con una mirada más serena que penetrante. Me llaman la atención sus mangas amplias de puño apretado y su pantalón ceñido de pana negra hasta la pantorrilla. Buena ambientación, pienso. Un antiguo sombrero de los llamados “de teja” le oculta en parte el rostro cetrino que refleja cierta lejana nobleza.

Me hace pasar a la sala mayor con una casi imperceptible venia: allí están las prestiñas de mi infancia en Namora, glaciadas de azúcar; el glorioso alajú de Ferreñafe; los mazapanes del Misti; el inusual tocosh cerreño de papa fermentada al agua subterránea; el clásico ranfañote y el champús de guanábana tan limeños y hasta una inesperada mermelada de rocoto sureño, junto a un tenue manjarblanco de papa …

Saturado, salgo a respirar al parque, que ya es una fiesta … Para descansar el paladar voy en busca de un agua mineral. Esta vez entro al museo por la anexa Quinta de Pezuela (que todos llamamos del Libertador). Las escaleras de viejo mangle y mármol me devuelven momentáneamente a las tardes de soledad y pájaros de otros días …

Pasando la reja mayor de la terraza adornada con dos cañones sin cureña y luego de unas rápidas habitaciones de adobe y cal con pisos de ladrillo, me recibe el mágico silencio de la huerta donde Bolívar sembró esa higuera que ahora estira sus brotes traslúcidos hacia la pérgola al pie de un camino de cascajo. Los sardineles de ladrillo del sendero están ya iluminados por unas simples lámparas de papel de estraza con arena y velas a ras del suelo, que le dan al recinto un aire medio oriental. Alzo la cabeza hacia la balaustrada y veo al mismo hombre de ropa anacrónica que me observa sin disimulo. Gira suavemente y desaparece detrás de una alta palmera. Pienso que debe ser una ocurrencia de Fedora Martínez, la subdirectora del Museo, para ambientar, con originalidad, el evento. Tengo entonces la idea de saludarla. Abro la puerta que da a los antiguos galpones de esclavos y que hoy son una hermosa y fresca galería de pintura colonial.


Recuerdo, de pronto que el profesor Francisco Merino y la doctora Merli Costa me han prometido, para una crónica de historia del arte, la diapositiva de una deliciosa Última Cena, posiblemente del taller de Diego Quispe Tito, óleo exornado de pájaros andinos y curiosamente servida de cuyes, ajíes y panes que destacan en el blanco mantel, único centro visual de reposo y enlace para las coloridas túnicas de borrosos apóstoles alrededor de un Jesús retraído contemplando el aire. La busco en la galería. La miro y remiro un buen rato.

Ahora paso a una salita lateral. Entorno la puerta de Fedora y siento unos pasos alejándose. Me atrevo a entrar. Nadie en los escritorios, nadie detrás de los estantes. Me acerco a un anaquel de legajos empolvados y no puedo evitar el placer de revolver sus añejos papeles. Allí los facsímiles de las crónicas de convento que habían atormentado mis años juveniles. Allí las ediciones príncipes de algunos de los magnos documentos de nuestra identidad.

Allí, de pronto, la inesperada y querida carpeta de filos carcomidos que tantas veces vi bajo el brazo de Walter Redmond. Contemplo con unción su menuda letra, tan querida para Juvenal y para mí. Veo sus líneas rectas, sin apuro, incontables veces leídas por nosotros. Incontables veces, también, habíamos revisado con cariño, con lástima, esas cuartillas llenas de erudición y, no obstante, de frescura misteriosa. Como si hablar o pensar de Juan de Espinoza Medrano de los Monteros, Arcediano de Insigne Cabildo de la Gran ciudad del Cuzco, apodado Lunarejo, impusiera, no la angosta vida de los códices y mamotretos coloniales, sino una como circulación secreta por los caminos de la vida simple.

Alegre y descuidado por ese hallazgo vuelvo a acariciar los folios de ese gigantesco trabajo sobre una parte tan mínima del pensamiento humano, pero enriquecida por el amor de un irlandés que se propuso destacar la inteligencia, la coherencia y la profunda humanidad de un indio, que había envejecido en los silogismos y sorites de una lógica escolástica ya anquilosada, pero también en el amor de la filología o incipiente lingüística de su siglo. Leo tembloroso la eslabonada frase redmondiana. Leo con veneración los antiguos lugares de discrepancia de eternas horas entre Juan Abugattás, Juvenal Ramos, y yo.

Ya ha oscurecido. Miro por el postigo entornado y veo las farolas de estraza como luciérnagas estacionadas marcando una desconocida constelación. Ni un solo ruido se cuela de la calle. En el placer de ese claustro materno me sorprende la atrasada voz de alguien que me urge, benévolo, a pasar a la cena. Giro la cabeza y veo al ujier cetrino con sus pantalones de pana negra ajustados que reverencialmente me invita al aula mayor con un candelabro en la mano izquierda, abriéndome la hoja de la alta puerta.

Alguien ha ordenado una mesa, distribuida con muy buen gusto, con platos exquisitos: … asados con salsa de ají, guisos, cecinas, ostras, ovas y gelatinas, Sobre unos azafates de plata, el hervido de granos de maíz, el maíz tostado con sal, la ensalada de espinacas rodeando el mondongo llovido de menta, los chochos con su tenue amargor. Otra bandeja con un lechón decorado con legumbres. Mazorcas de choclo, habas reventadas y jarras de chicha fresca de jora. Tazones con setas, humitas y frijoles. Pallares y ocas guarnecidos de espárragos. Y más jarras de chicha de maní. Platillos con camaroncillos en crema de espinacas y frutas pasas. Y el locro perfumado con guardillas de hinojo.

Este aroma me traslada a mi infancia mientras una ráfaga de aire apaga los candelabros de la mesa. Entonces otra voz, también inconfundible, con las erres arrastradas y gangosas (dice, por ejemplo, nosotrgos) se acerca a mí y con aire amistoso comenta:

— Middendorf a veces se enrguedaba. Pese a lo casi pergfecto de su fonología, ésta implica impergfecciones: ¡confundir lloqllo (luqlu -ruqru-) con 'chicha blanca' cuando la lección más plausible es la de Jogge Liga! Ruqru es paga Liga (Lira) el guiso de papas, choclo, habas vegdes, queso y leche. ¿No es acaso nuestrgo 'locro'? Middendorf, ggaciosamente, habla de panza tajada y no gueconoce nuestrgo pgoverbial 'mondongo'. Pego aciegta al tgaducig sullun matiqllu cogectamente por lechón (Frischling), allí donde Schwab, tan peguano, trgasladacagne no nacida” ...

Ante la andanada erudita de esa otra querida voz, atino a preguntar sin voltear el rostro:
— ¿Te refieres, Max, a la edición quechua-alemán de Middendorf, de su Dramatische und Lirische Dichtungen der Keshua-Sprache de Leipzig en 1891?
Ja, que tan insulsamente trgadujo Schwab, y que Meneses rguevisó paga la edición del Banco Continental de 1972.

Otra ráfaga de viento golpea una de las hojas de la ventana y entra, siempre discreto, el hombre cetrino con el candelabro en la mano. A unos pasos de nosotros, siempre amable y siempre sonriente, nos invita a saborear con él las viandas tan discutidas. Vuelvo a recordar el óleo anónimo de la Última Cena, cuya diapositiva me han prometido Paco Merino y Merli. Recuerdo la serena pintura, su penumbra de años apenas iluminada por el blanco mantel, con los cuyes que Jesús comparte entre ajíes y panes sin duda de maíz y de quinua.

Giro con temor sobre mis talones. Demoro en comprender que el amor y el agradecimiento pueden haber juntado tres siglos distintos: el XVII del indio Lunarejo, el XIX del médico Middendorf y el XX de mi maestro de gramática quechua, el suizo Max Jurth, y de Walter Redmond, el irlandés.

Cierro los ojos para saborear esa delicada y querida visión, cuando oigo la discreta voz de Fedora que me busca para emitir mi fallo sobre el concurso:
— ¿Has estado husmeando entre mis papeles?
—Sabías que no lo iba a evitar- respondo. Y añado:
─¿Qué hace al final del Philosophia Thomística del Lunarejo el manuscrito del único ejemplar de su drama quechua Chanu churin (Hijo pródigo)? ¿Quién preparó la mesa con los potajes que menciona en su primer acto, quinta escena?

Fedora permanece inmutable. Insisto: ¿Quién quiso escenificar ese pasaje del banquete para el hijo pródigo con potajes que el Lunarejo extrajo (quizás) de los conventos dominicos? ¿Por qué no hay dulces andinos en esta mesa fantasmal? ¿Quién, entonces, presentó ese dulce (por el que voté) denominado “novena maravilla” hecho de lúcuma pasa y capulíes envueltos en gelatina de pata y miel de chancaca?

Salgo del recinto, mareado y con una fatigada nostalgia, hacia la arquería del museo. La luna ha comenzado a brillar. Las preguntas que me hago son cada vez más insistentes: ¿Quién replicó, con tanta exactitud en la mesa, la línea 277 y las ocho siguientes del Dramatische … en que el personaje Ukhu de El hijo pródigo pide ese banquete tan parecido a la comida criolla que ahora conocemos?

¿El hombre que había deslumbrado a los eruditos con sus apuntes lógico-filosóficos, el cuzqueño que había dejado esos barroquísimos pero bellos sermones que se ganaron el título de novena maravilla, el Lunarejo Espinosa Medrano, el de los galanos desplantes al portugués Faría (que había osado denostar al ya ausente Góngora) en su elegante Apologética del vate cordobés; ese indio erudito en latín, griego y hebreo, música y matemáticas, aparece ahora, en esta magna casa, ‘escenificado’ en un pasaje en la lengua que había mamado en la leche, el quechua, que sólo usó en una o dos obras de teatro, sólo para recordarnos meros usos culinarios de los conventos?

Bajo las gradas hacia el parque de ficus. Me despide desde las sombras la semisonrisa del hombre cetrino. La oportuna y casual luz de un faro de automóvil le ilumina el rostro. Noto unas manchas oscuras que le cruzan del lado derecho de la frente hasta la mejilla.

La respuesta burlona y grácil de Fedora a todas las preguntas que le hice queda resonando en el aire como un espolvoreo de oro y de canela:
— Ahí te dejo ese clavo de olor …

Víctor Hugo Velázquez Cabrera
XI Bienal de Cuento "Premio Cope 2000"



No hay comentarios: