en este suelo extranjera...
Abdurrahman de Córdoba
No fue sino hasta que leí el Tercer diario de Arguedas (El zorro de arriba y el zorro de abajo, l969) que comprendí el sentido de esas presencias angelicales y recordé también haber leído, sin entender, mecido solamente por su música verbal, el soberbio Libro de la Naturaleza de Vallejo (1937):
Profesor de sollozo -he dicho a un árbol -
palo de azogue, tilo rumoreante,
a la orilla del Marne, un buen alumno
leyendo va en tu naipe, en tu hojarasca,
entre el agua evidente y el sol falso,
su tres de copas, su caballo de oros.
Rector de los capítulos del cielo,
... ... ...
Técnico en gritos, árbol consciente, fuerte,
fluvial, doble, solar, doble, fanático,
conocedor de rosas cardinales,...
... ... ...
Oh profesor, de haber tanto ignorado,
oh rector, de temblar tanto en el aire,
oh técnico, de tanto que te inclinas
oh tilo ! oh palo rumoroso junto al Marne !
Y ahora, de pronto, las palabras, los versos, se me abrían como sésamos encantados, y comprendía con claridad meridiana esa invocación, esa letanía propiciatoria que me llevaría al corazón del aire encerrado en la fronda, al rumor de las hojas musitando la secreta cifra del universo, al turbión de la savia circulando en los vasos, a la entraña de esa madera tibia y turgente, y recordé entonces, comprendiendo, el haiku de Ryota (1630):
vuelvo irritado,
mas luego en el jardin:
el joven sauce...
Dice Arguedas:
De modo que esos eran los músicos, callados contrapuntos que desde antiguo amanecían a mi imaginación! Ahora lo sabía! Y si así les hablábamos...si así nos poníamos bajo su dulce amparo...¿qué secretas consignas, qué callada sabiduría nos entregaban en la penumbra sonorosa de sus ramas?El pino de ciento veinte metros de altura que está en el patio de la Casa Reisser y Curioni y que domina todos los horizontes de esta ciudad intensa...llegó a ser mi mejor amigo... A dos metros de su tronco poderoso, renegrido, se oye un ruido, el típico que brota a los pies de estos solitarios...Desde cerca, no se puede ver mucho su altura, sino sólo su majestad y oir ese ruido subterráneo... Le hablé con respeto...Oía su voz, que es la más profunda y cargada de sentido que nunca he escuchado en ninguna otra cosa ni en ninguna otra parte. Un árbol de estos, como el eucalipto de Wayqoalfa de mi pueblo, sabe de cuanto hay debajo de la tierra y en los cielos. Conoce la materia de los astros, de todos los tipos de raíces y aguas, insectos, aves y gusanos; y ese conocimiento se transmite directamente en el sonido que emite su tronco...a manera de música, de sabiduría, de consuelo, de inmortalidad. Si te alejas un poco de estos inmensos solitarios ya es su imagen la que contiene todas esas verdades...meciéndose con la lentitud que la carga del peso de su sabiduría y hermosura...le imprime...Este pino renegrido, el más alto que mis ojos han visto, me recibió con benevolencia y ternura. Derramó sobre mi cabeza feliz toda su sombra y su música...intensa y transparente de sabiduría, de amor, así, tan oníricamente penetrante, de la materia de que todos estamos hechos, y que al contacto de esta sombra se inquieta con punzante regocijo, con totalidad. Yo le hablé a ese gigante.”
Arguedas, exilado en Arequipa, ajeno a sus molles y eucaliptos, frente a un pino también lejos de su colonia de coníferas. Vallejo, en insólito ostracismo sobre un afluente del Sena, bajo la sombra mansa de un blanco tilo, lejos de sus Andes maternos. Ryota, huyendo de su propia furia en la ternura de un delicado sauce recién venido ...
¿No será, acaso, que el lenguaje de estas criaturas, lenguaje que supimos y olvidamos, es el lenguaje del desarraigo, de la desolación?
Desarraigados -sin raigambre- y desolados -sin suelo- ¿no somos acaso dignos de compasión? De la infinita pasión en que la sintonía con el universo nos envuelve, nos agita y arrastra? ¿ Cuál otro puede ser el idioma de estos hermanos, de estos broches mayores del sonido?
Abolida la conciencia diurna que nos configura, dándonos la ilusión de ser distintos, separados del ser; esfumada la ingenua posesión de una conciencia única, apartada del ser social y natural en que siempre nos disolvemos como el agua en el agua; acercados a ese ser apenas sensitivo... ¿no somos acaso ese sueño, esa imprecisa madera de la que estamos hechos? ¿No somos esa infinita sed de esencia, de peso y de raíces con que tejemos nuestra ilusión de patria?
Será por eso que pide Octavio Paz, en su Piedra de sol (1964):
Un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva,
avanza, retrocede, da un rodeo,
y llega siempre, un caminar tranquilo...
Víctor Hugo Velázquez Cabrera