Pero una lectura reciente me obliga a rectificarme. Cuando volví a leer La Novena Maravilla fué el apabullante silencio del museo lo que robó mi atención, lo imaginé prisionero por siglos en ese espacio, observando sin ser observado, poderoso en su soledad, paciente y sabio, que conoce todo del alma humana. Por eso recibe displicente al hombre y sus pequeñas ansiedades.
El valor de este cuento está, además de su contenido, en que allí se encuentra el amigo intimo que gozo escuchar cuando su verbo se enciende y de cuando en vez nos regala una flor.
No logro vislumbrar cabalmente la crítica que sobre tu cuento hicieran en San Marcos acerca de la inteligente estructura del mismo, diseñada como una sucesión de potajes alusivos al tema central del relato. Yo me deleito, en cambio, en sentir la atmósfera que describes y que se convierte en un personaje poderoso y omnipresente ante el cual el yo narrativo se asoma de puntillas para no entorpecer el abrumador silencio del museo. En estas circunstancias, la aparición de un fantasma es congruente, lo mismo que la materialización de los recuerdos.
En muy pocas ocasiones la realidad se hace presente en ese sortilegio, salvo cuando la luz del faro de un automóvil rompe el encantamiento y coloca de un salto en la vereda y en la frescura del parque a este intruso que con dificultad coge en el aire la flor de una frase enigmática que le obsequian como despedida. Este es el sabor del cuento que me gusta paladear.
Irma Rosario Aguero Villanueva
Abril, 2008