Fábula verde
(Sesquipedal) para Alma Valeria Si caminas hacia las colinas por donde el sol nace verás cómo los verdes del follaje comienzan a volverse azules. De vez en cuando amarillean, pero siempre son azules. Y no creas que son esos verdes acerados del eucalipto que se te vuelve rosa o malva u ocre cuando menos lo piensas, sino unos verdes profundos, que van del verde musgo al lapislázuli y se demoran en un verdegay o en un azul cerúleo que te penetran como si estuvieras bebiéndote el paisaje con los ojos. Eso, si miras hacia el amanecer, porque si miras hacia el poniente, lo único que vas a ver son las últimas cuchillas del Pisquwañuna, donde mueren los pájaros. Y más atrás sólo verás la niebla que te vela los caminos por donde has venido. Entonces has de encontrarte con pueblitos, bohíos y aduares como éste, en donde verás gentes tranquilas, parsimoniosas, que te ven pasar y sin dejar sus quehaceres te miran con cierto respetuoso temor de pies a cabeza. Y sobre todo observan tus botas. Las miran y remiran como si su brillo no apagado por las salpicaduras del lodo que todo camino tiene por estos lares fuera hipnótico. Ahora que ese barro ocre rojizo que salpica bajo los cascos de tu caballo parece estrellitas de oro viejo sobre el cuero de los arreos y gualdrapas y hasta tachona el pequeño cielo alazán de la grupa con no sé qué constelaciones, y entonces hasta tú te quedas mirando la punta de tus granaderas, te descubres una velada sonrisa de orgullo y ahí te avergüenzas y cambias la mirada hacia el camino. Allí es donde te vas a dar cuenta de las mujeres que lavan en el río: verás que tienen la mirada tan baja que se les tropieza con las piedras oblongas de la orilla sumergidas en el vado amarillento, igual que sus pies desnudos. Verás que todas ellas lavan en cuclillas y te miran de soslayo sin dejar de mover las manos que parecen saber su labor de memoria. Entonces es cuando notarás que alguna tiene los ojos verdes, de ese verde misterioso que te digo y que en los bosques parece no estar en las cosas que lo tienen, sino en el aire que las envuelve. Como si flotara en el aire ese verde, que está hasta en su vestido de corte sencillo y ceñido y que muestra una nuca medio oculta por el cabello color miel que se derrama distraído sobre los hombros morenos. Complacido por esa belleza saludas sacándote el sombrero alón de cintas de plata y lo llevas al pecho engalanado de botones, zarcillos, bordados. Ahí verás como temor en sus rostros aprehensivos. Te dirás complacido que despiertas la admiración de esas ingenuas criaturas, y hasta harás planes para tu regreso. Con los últimos saludos de la gente dispersa que va quedando en la aldea, avivas el paso de tu cabalgadura y te internas en los llanos que cada vez aprietan más sus árboles. Las frondas que sostienen ese aire verduzco se van tupiendo más y más. De pronto ya te rodea un bosque cerrado donde sólo esa luz verdosa se cuela por los ramajes y se impregna en todas las cosas. Ya está verde la crin de tu montura y hasta la pana negra de tu ropa está tornasolada y refulge cerúlea. Tus mismas manos se vuelven cerosas y un olor de alcanfor te satura y te envuelve. Estás dándote ánimos para seguir tu camino y escuchas un crujir de hojas delante de ti. O tal vez es el golpeteo de las ramas contra algún tronco. Ahí comienzas a oír otras voces distintas a las del bosque. La fronda azulosa murmura interminables letanías. Van alejándose susurros que no acabas de entender y luego, inesperadamente, vuelven hacia ti. Estás a punto de regresar, cuando oyes otro leve murmullo detrás de ti, vuelves los ojos y sólo el verdegay del aire vibra como una brisa. Sientes que se te erizan los antebrazos, la nuca … Espoleas al bruto para que te saque de ese marasmo, pero una risa lejana te estremece. Criando coraje avanzas hacia ella y después de una distancia prudencial, la escuchas detrás de ti. Avanzas buscándola, pero ya está lejana nuevamente. Retrocedes y enrumbas el caballo por un sendero de ligeros claros. La risa aparece muy cerca a tu costado. Reculas tu montura y en una brusca maniobra caes del caballo, que se interna al galope en la verde espesura. Ahí, entonces, caminas dudando, cauteloso. Te sobreparas vigilante, vuelves la cabeza a un lado, al otro y, ya al borde de la angustia, corres enloquecido. La risa resuena a un lado, al otro, ya cerca, ya lejana. Tan pronto es muy discreta, como mordaz y estentórea. Y ahora viene acompañada de unos golpes ritmados que acordan con esa risa feroz que de pronto se envuelve en sí misma y se va apagando en una fatigada cadena de gritos y gimoteos cada vez más distantes. Exhausto, adormilado, ves apagarse el día, cuya luz adivinas mortecina entre los pocos claros que dejan los altos ramajes de la fronda. Un viento casi verde te sumerge en un sopor desconocido que tu cuerpo agradece mansamente. La voces, que hace poco eran terribles, son ahora un coro angelical que acaricia tus oídos … Caminas entonces ya seguro, el corazón aún palpitante, y llegas a un remanso de arroyos cristalinos. Bebes gustoso de esas aguas que te saben a néctar de los dioses. Ahora alzas la vista para mira el tiempo y unas ramas cargadas de delicados frutos se te ofrecen cercanas, perfumadas … Devoras entonces golosamente esos manjares y, calmada tu ansiedad, te recuestas en una enorme piedra afelpada de fragante musgo. Ya te hundes en el sueño … Te despiertas ahora, y una vez más te adentras en ese paraíso de colores y formas, y una vez más sientes hambre y sed, y una vez más los calmas con esas delicias que te rodean, y ya te sientes seguro, quizás hasta feliz. Y te siente en casa. Miras a lo alto de la fronda y ves rodar el día que atardece y te cubre con su manto de sombras. Y ya está otra vez el beso de los sueños en tus párpados ... Despiertas del letargo, intranquilo y cansado. Husmeas, ahora, alrededor, te levantas, caminas unos instantes y, al poco rato, columbras en pleno bosque un claro que se te abre de pronto en una vereda marcada por muy pocas pisadas. La tomas y, al rato, estás en los llanos raleados de arbustos y árboles que se te aparecen serenos y aún amistosos. Te calmas ya entonces, y vas avanzando lentamente hasta encontrar la senda que lleva a la aldehuela. Y terminas de apaciguarte cuando distingues a la hermosa mujer que lava sobre una gran piedra plana, sumergidos los pies en el limo limpio de la orilla. Ahí es cuando vas a escuchar su voz cascabeleando … que de dónde has salido, que si te has perdido en el monte … pero qué te ha pasado, que te habrás encontrado con don Claudio, sí, más que seguro, Claudio Sesquipedal … que no es bueno adentrarse en el bosque sin hacerle su pago, y que qué pálido estás, ni que te hubieras puesto cera y ceniza en la cara, que eso no es bueno, y hasta estás tiritando de frío, harapiento y rotoso, que qué pena le das … que vengas a calentarte en su fogón, donde está cocinando el maíz y la yuca … que ya va a estar la chicha y, caray, que ni hablar puedes. “¿Que quién es el Sesquipedal? Ahhh, es una persona muy hermosa y elegante. Tiene un caballo rojo tostado como un incendio, con apero de cuero enchapado en oro y plata. Viste de negro recio y lleva un sombrero alón con citas de plata. Los bobos de la pechera le salen como rosas oscuras de la campera bordada con zarcillos, donde brillan sobre el negro, los negros botones de fantasía. Pero lo más especial de sus vestimenta son sus botas granaderas. Con ellas nos engaña, porque, siendo todo él tan bello, con el pelo renegrido que le azulea en las patillas y en los mostachos, tiene sin embargo un pie de venado. Por eso lleva las granaderas, una de ellas rellena con hojas secas, pero si se mira bien, como le cuero es tan fino, se nota el apretón de las hojas. El Sesquipedal se presenta de distinta laya. En los pueblos donde hay ganaderos, el pie es de cabra. Y en las ciudades grandes, entonces ya el pie es de niño. Pero hay quienes dicen que transforma todo su cuerpo … Se presenta así, cuan hermoso es, y a alguna de nosotras nos da ganas de seguirlo al bosque. Entonces él nos hace perdernos y goza confundiéndonos. En nuestro terror, nos enmaraña en el monte dos, tres meses que nos parecen días, así como a usted le habrá pasado. Entonces vagamos y dormimos en las cuevas y en los ribazos de un río que nos parece de leche y miel. Bebemos y comemos frutos sabrosos que él nos señala con su risa, y entonces perdemos ya el miedo y terminamos por encontrar la salida. Hemos comido esos frutos maravillosos y bebido esa ambrosía, pero nuestro rostro pálido y ceniciento, nuestro cuerpo magro y enjuto, revelan nuestro verdadero alimento … El Sesquipedal es terrible, por eso vigilamos con mucho cuidado a todo forastero que pasa … Ahora perdóneme, pero debo llevar esta ropa lavada al otro bohío … Ya usted se calentó y tiene mejor semblante. Termine las yucas y el maíz. Y también esa chicha. Si pasa esa lomita que rodea el ribazo llegará a los sembríos de don Jorge Sandoval. ¡ Adiós, buenmozo!” No puedes dejar de ver su hermoso pelo color miel sobre el vestido verde musgo que deja adivinar su cuerpo de gacela. Agradecido, la ves perderse en la fronda de luz verde azulina y hasta sientes el perfume del bosque que acaricia su piel tersa y fresca … Bajas la vista al limo del río y ves la huella del delicado pie junto a las incisiones de una pezuña hendida que el agua mansa de la ribera besa con delicadas olillas. En esas estarás cuando, al cabo de un rato, oyes otra vez esa risa, dulzona primero, y luego cada vez menos discreta, más alocada y, por último, ritmada por los golpes en el tronco hueco de los árboles que verdean lejanos … Verás también que lo que tienes en la mano y has mordido es una rama seca. Que lo que hay en el fogón, son piedras, no maíz. Y que el pote de chicha está lleno de cenizas oscuras y ligeras que regarás, aturdido, a tus pies.