Yo vine al mundo la víspera de san Nicolás de Myra (Bizancio, 280-345), un 5-6 de diciembre. Porque, como los taoistas, creo que uno comienza a vivir el día de su concepción.
Pues yo fui concebido -entre castas risas de consuelo corporal y doble llanto de duelo y vergüenza por la muerte de mi abuelo materno en cuyo día nací "para reemplazarlo"- la noche de Nicolás Pataka, el griego de Anatolia.
Entre los tristes santos catolicones del aburrido santoral, este del 6 de dic. destaca por su jovialidad, su amor a los niños, a los enamorados y a los navegantes. Quizás por eso se confundió su día -en pleno 'adviento' navideño- con el mismísimo 'espíritu de la navidad' (el pêre Noël francés: papá Navidad).
Antes, había pasado su nombre por transformaciones más o menos antojadizas:
el Saint Nicolas francés, el Sinter Nikolaus holandés ( que terminó en el familiar Santa Klaus neoyorquino, cuando esa ciudad era holandesa y se llamaba N. Amsterdam)...
De su antipática versión yanqui me alejé durante toda mi iconclasta juventud.
Ahora, en la tercera edad, me acerco con simpatía a este viejo alegre y serio, sin la barriga ni la nariz de borracho que la Coca-cola le puso al hacer una encuesta entre los niños neoyorquinos y ordenar al dibujante Thomas Nash la propaganda navideña con un "abuelo bonachón, que 'empina el codo' -de ahí la nariz roja- y que pare con frío":
Thomas Nash, 1887.
En las versiones coloreadas de esta estampa nashiana, los calzones de Nicolás eran verdes y la casaca amarilla... Fue sólo en 1902 que la misma Coca-cola le cambió la vestimenta a sus colores promicionales: rojo y blanco.
Ahora, con la barba parecida a la del 'viejo pascuero' (su nombre en Chile y la Argentina serrana), me le acerco, ya convencido de que tanto él como yo hemos sido rebasados por la historia, tergiversados por los testimonios de nuestros 'biógrafos' y somos ya 'percheros' de cuanto infundio -ya calumnias, ya alabanzas- se les ocurre a los que no viven vida propia y 'cuidan' de la ajena: curas, moralistas, eruditos a la violeta, pacatos de atrio y vela verde, gays resentidos y mujeres postergadas... También amigos que yo me sé...
Desde mi apatía navideña, no puedo dejar de sentir a este simpático viejo greco-turco -con su cayado de oro, la barba florida y las canas de plata bajo la mitra que sólo en él deja de ser estúpida (cf. la mitra del cerdo Cipriani)- como un hermano mayor, o como mi padre, que ya no está preso, ni torturado por sus ideas, sereno siempre, generoso, y dispuesto a abrir la puerta al humilde, al perseguido, al triste, al sólo; a salir del fondo de la casa con un colchón sobre el hombro, tirarlo en media sala y, con una sonrisa dulce, decirme en voz baja: 'que se acueste ya tu amigo. Mañana siguen conversando, ya es tarde"... sin que ni la visita de altanoche ni yo sepamos cómo escuchó desde su recámara las cuitas del expulsado o del triste.
Yo, que odio como el Abenezer Scrooge de Dickens la navidad -por postiza, por hipócrita y por su mala conciencia social- no puedo ser ingrato a mi padre, mi personal Hagios Nicholás, y siento que mis puertas deben abrise al aire nuevo, al afecto limpio, a la inocencia del que sufre, a la desolación del desposeido, a la ilusión de los niños pobres.
No tendría otra excusa para seguir odiando con mucha fuerza al rico, al poderoso, al indolente, al estúpido cura Cipriani...y con él, a toda su pandilla. Perdón por este exabrupto.
Pues yo fui concebido -entre castas risas de consuelo corporal y doble llanto de duelo y vergüenza por la muerte de mi abuelo materno en cuyo día nací "para reemplazarlo"- la noche de Nicolás Pataka, el griego de Anatolia.
Entre los tristes santos catolicones del aburrido santoral, este del 6 de dic. destaca por su jovialidad, su amor a los niños, a los enamorados y a los navegantes. Quizás por eso se confundió su día -en pleno 'adviento' navideño- con el mismísimo 'espíritu de la navidad' (el pêre Noël francés: papá Navidad).
Antes, había pasado su nombre por transformaciones más o menos antojadizas:
el Saint Nicolas francés, el Sinter Nikolaus holandés ( que terminó en el familiar Santa Klaus neoyorquino, cuando esa ciudad era holandesa y se llamaba N. Amsterdam)...
De su antipática versión yanqui me alejé durante toda mi iconclasta juventud.
Ahora, en la tercera edad, me acerco con simpatía a este viejo alegre y serio, sin la barriga ni la nariz de borracho que la Coca-cola le puso al hacer una encuesta entre los niños neoyorquinos y ordenar al dibujante Thomas Nash la propaganda navideña con un "abuelo bonachón, que 'empina el codo' -de ahí la nariz roja- y que pare con frío":
Thomas Nash, 1887.
En las versiones coloreadas de esta estampa nashiana, los calzones de Nicolás eran verdes y la casaca amarilla... Fue sólo en 1902 que la misma Coca-cola le cambió la vestimenta a sus colores promicionales: rojo y blanco.
Ahora, con la barba parecida a la del 'viejo pascuero' (su nombre en Chile y la Argentina serrana), me le acerco, ya convencido de que tanto él como yo hemos sido rebasados por la historia, tergiversados por los testimonios de nuestros 'biógrafos' y somos ya 'percheros' de cuanto infundio -ya calumnias, ya alabanzas- se les ocurre a los que no viven vida propia y 'cuidan' de la ajena: curas, moralistas, eruditos a la violeta, pacatos de atrio y vela verde, gays resentidos y mujeres postergadas... También amigos que yo me sé...
Desde mi apatía navideña, no puedo dejar de sentir a este simpático viejo greco-turco -con su cayado de oro, la barba florida y las canas de plata bajo la mitra que sólo en él deja de ser estúpida (cf. la mitra del cerdo Cipriani)- como un hermano mayor, o como mi padre, que ya no está preso, ni torturado por sus ideas, sereno siempre, generoso, y dispuesto a abrir la puerta al humilde, al perseguido, al triste, al sólo; a salir del fondo de la casa con un colchón sobre el hombro, tirarlo en media sala y, con una sonrisa dulce, decirme en voz baja: 'que se acueste ya tu amigo. Mañana siguen conversando, ya es tarde"... sin que ni la visita de altanoche ni yo sepamos cómo escuchó desde su recámara las cuitas del expulsado o del triste.
Yo, que odio como el Abenezer Scrooge de Dickens la navidad -por postiza, por hipócrita y por su mala conciencia social- no puedo ser ingrato a mi padre, mi personal Hagios Nicholás, y siento que mis puertas deben abrise al aire nuevo, al afecto limpio, a la inocencia del que sufre, a la desolación del desposeido, a la ilusión de los niños pobres.
No tendría otra excusa para seguir odiando con mucha fuerza al rico, al poderoso, al indolente, al estúpido cura Cipriani...y con él, a toda su pandilla. Perdón por este exabrupto.
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