16 de marzo: César Vallejo cumple 119 años

Celebramos al hermano, broche mayor del sonido.

I. Narratura vallejiana

Su enérgica y tersa prosa también sabe sonreir...

Como quiera que el siglo pasado terminó sin un balance sereno sobre esta parte de la obra vallejiana -la narración-, y hasta se pretendió desautorizarla para seguir ciertas modas preceptivas –¡en pleno fin de siglo!–, algunos espíritus desaprensivos, fieles a la ortodoxia de la biografía idolátrica, por la cual “debe borrarse todo recuerdo que empañe la imagen idílica del biografiado”, fingieron un sesudo análisis desaprobatorio, para dejar de una vez por todas sólo la obra poética en pie.

Denunciaron el 'politicismo' en la novela de César Vallejo ¿No lo hay en el Gulliver de Swift? ¿No está presente en la obra de Hugo o en la de Balzac? Lo que querían decir era que la estructura novelística es aún polémica. No repararon en los avances expresionistas de sus cuentos (atmósfera, perfiles, trama, tempo, intriga, forma y fondo). Rechazaron en él lo que aceptaban en Poe, Maupassant, Chejov o Valdelomar. No vieron, no supieron ver, su cercanía a Proust ni a Joyce en el análisis introspectivo de sus personajes, aduciendo 'la brevedad de su ficción narrativa'. Y acabaron por condenar el más conocido y excelente cuento -de factura tolstoiana- Paco Yunque, sólo porque 'fue rechazado por un editor español que había pedido a Vallejo un cuento para navidad y lo había descartado por ser muy triste' (como si no lo fueran Cántico de Navidad, de Dickens o La pequeña vendedora de fósforos, de Andersen). Por último, necio hubo que le increpó el abuso formal de los enclíticos, tan propios de la época.

La incuria, la flojera y, sobre todo, la insensibilidad finisecular -atenta a 'no cargar tintas en la cosa social' y que todavía nos arrastra- terminaron por desterrar al desván de lo 'prescindible' la cuentística vallejiana, tan querible y admirable por tantos otros motivos. Veamos un solo caso:

El 13 de junio de 1923 Vallejo emprendió viaje a Europa. Dejaba atrás las sentidas muertes del hermano y la madre, ciento catorce días de una prisión injusta, y dos poemarios que querían ser hermosos y que ahora ciertamente lo son. Para voltear esa página de su vida dio a imprenta todos los apuntes que tenía, alguno de ellos (1) ganador del premio Entre nous de la comunidad francesa (con cuyo dinero pudo editar Trilce).

Esos apuntes hicieron dos libros en prosa: Escalas (1923), en cuya sección Coro de Vientos hay seis cuentos psicológicos de misteriosa belleza, y Fabla salvaje (1923), saga bucólica sobre el destino en la que encontramos a Santiago, “alter ego del pequeño César añorado en varios textos de Trilce”, según dirá Roberto Paoli (2). Con estos libros bajo el brazo tomó el vapor del Callao a la Rochelle en junio de ese año. No regresaría ya.

No volverá a escribir cuentos -aparte del conocido y alegórico Paco Yunque (1931)- hasta el 35 ó 36 en que Georgette Philippart lo sorprenderá redactando, o corrigiendo, cuatro de ellos en su habitación del hotel de Richelieu en París. Dos de estos cuentos retoman el niño que fue cuarenta años antes: El Vencedor, relato de ambiente escolar como Paco Yunque, y El niño del carrizo, que se ambienta en los bosques de la aldea natal y donde aparece el pequeño César, ya no tangencial ni velado como aquel Santiago de Fabla salvaje, sino como puntual testigo de un recuerdo de niñez: la excursión que hicieran él y su hermano a la espesura del valle hacia 1903 ó 4, cuando César tendría once años de edad y Miguel, el hermano inmediato mayor, unos trece:

“Dos hombres fueron designados para ir a traer de la espesura, la madera necesaria. A costa de artimañas y azogadas maniobras, los dos niños, Miguel y yo, fuimos incluidos en la expedición”.

Si bien en toda la obra poética de Vallejo, Miguel Ambrosio, el hermano, aparece unas seis veces: en la elegía juvenil de la revista Cultura Infantil (1917), en el perfecto epicedio A mi hermano Miguel, in memoriam de Los Heraldos Negros (1918), en los poemas III y XXIII de Trilce (1922), en La violencia de las horas, y en Lánguidamente su licor de Poemas Humanos (1938), en la obra narrativa sólo aparecerá esta única vez, enriquecido por la distancia temporal y magnificado por el sentimiento del hombre ya maduro, en un cuento donde se entrecruza la intensa emoción del “gemelo corazón de esas tardes” con el asombro primordial ante la naturaleza que cobra vida en cada gesto y en cada escorzo del hermano, que aún no ha muerto, y que encarna una como floración andina del dios Pan en su rito de consagración de valles y bosques.

Hacia 1902, sir James Barrie, de Escocia, contó (y luego dio al teatro), en The little white bird, la historia de un niño que no desea dejar la infancia y que pierde su sombra y la encuentra en la amistad de los hermanos Darling: Peter Pan (3). El ambiente feérico de ese cuento nos pone a medio camino entre la leyenda y los cuentos populares: algo parecido a los cuentos de duendes que pueblan nuestro mundo andino, como el Ichik Olqo, personificación del arco iris. No es casual que el pequeño apellide Pan, nombre del dios griego que personifica la fresca brisa mañanera y la tibia del atardecer, representando la vida natural de los pastores: pues ese duende andino, esa aparición telúrica de los bosques, es precisamente el Miguel que nos sale al paso, pletórico de vitalidad, intenso de emoción, vivo y fulgurante ante el recuerdo amoroso del hermano que lo evoca desde París, en un intento de reconstruir el tiempo y capturarlo para siempre: el niño que al recoger la zacuara en los valles cálidos de la cuenca del Marañón se mimetiza con la fauna y flora de ese paisaje y se transforma en una celebración sagrada de la inmensidad de los bosques, haciéndose uno con sus animales, revolcándose con ellos del modo más natural, bebiendo las aguas al modo de las bestias, y haciendo de su cuerpo un arco de electricidad emocional por el que estallará la carga voltaica que lo liga misteriosamente a la naturaleza para siempre, ante los ojos asombrados del hermano menor que se constituye como el yo narrador.

Asistidos de ese amor fraterno queremos reparar en este relato, pleno de fragante vida, frescura poética e intensísima ternura. Así, esta narración pertenece a los anales experimentales del siglo XX, en la más pura tradición de ruptura que caracterizó a la literatura occidental durante el romanticismo y aún después de él. El delineado psicológico de los personajes, su ambientación bizarra, su atmósfera pariente de la kafkiana, el tiempo comprimido en un tempo narrativo intenso, son propios de la nueva cuentística que luego se repetirá hasta el hartazgo, para que sea Cortázar su más lúcido esteta y, a la vez, su más ilustre apóstata: ¿no estamos ante un texto absolutamente al día? ¿no es una muestra de la claridad creativa que hace del narrador un verdadero vate, es decir un profeta, que marcará los caminos a seguir por los innumerables seres prohijados en su delicada y fulgurante prosa, tan americana, tan mundial, tan humana?

Este es el Vallejo que podemos encontrar, más allá de la quejumbre a que nos tiene habituados la pobre crítica literaria de que adolece nuestro país: ésta es la prosa narrativa del Vallejo del amor y la esperanza. Del Vallejo que apuesta por la vida e inaugura un expresionismo vitalista, existencial, humanista.

Que no nos engañe la exaltación con que decimos estas verdades: la calidad de la ficción brota, a despecho del compromiso idolátrico, del mismo texto narrativo.

II. El niño del carrizo
por César Vallejo

La procesión se llevaría a cabo, a tenor de inmemorial liturgia, en amplias y artísticas andas, resplandecientes de magnolias y de cirios. El anda, este año, sería en forma de huerto. Dos hombres fueron designados para ir a traer de la espesura la madera necesaria. A costa de artimañas y azogadas maniobras, los dos niños, Miguel y yo, fuimos incluídos en la expedición.

Había que encaminarse hacia un gran carrizal, de singular varillaje y muy diferente de las matas comunes. Se trataba de una caña especial, de excepcional tamaño, más flexible que el junco y cuyos tubos era susceptibles de ser tajados y divididos en los más finos filamentos. El amarillo de sus gajos, por la parte exterior, tiraba más al amaranto marchito que al oro brasilero. Su mejor mérito radicaba en la circunstancia de poseer un aroma característico, de mística unción, que persistía durante un año entero. El carrizo utilizado en cada Semana Santa, conservado era en casa de mi tío como una reliquia familiar hasta que el del año siguiente viniese a reemplazarlo. De la honda quebrada donde crecía, su perfume se elevaba un tanto resinoso, acre y muy penetrante. A su contacto, la fauna vernacular permanecía en éxtasis subconciente y en las madrigueras chirriaban, entre los colmillos alevosos, rabiosas oraciones.

Miguel llevó a sus cinco perros: Bisonte, color estiércol de cuy; * (4) el más inteligente y ágil; Cocuyo, de gran intuición nocturna; Aguano, por su dulzura y pelaje de color caoba, y Rana, el más pequeño de todos. Miguel los conducía en medio de un vocerío riente y ensordecedor. A medida que avanzábamos, el terreno se hacía más bajo y quebrado, con vegetaciones ubérrimas en frondas húmedas y en extensos macizos de algarrobos. Jirones de pálida niebla se avellonaban al azar en las verdes vertientes.
oooooooo
Miguel se adelantó a la caravana con su jauría. Iba enajenado por un frenético soplo de autonomía montaraz. Henchidas las redes de sus venas, separadas las hirsutas y pobladas cejas por un gesto de exaltación y soberanía personal, libre la frente de sombrero, enfebrecido y casi desnaturalizado hasta alcanzar la sulfúrica traza de un cachorro, se le habría creído un genio de la montaña. Cogía a uno de sus perros y lo arrancaba del suelo a dos manos, trenzando a gruesos manojos el juego de sus músculos lumbares y trazando, con ágiles muñecas, fisóideas crispaduras en el aire. El perro se retorcía y aullaba y Miguel corría de barranco en barranco, acariciando al animal, enardeciéndolo por el fuste dorsal, encendiéndolo en insólita desesperación. Los demás perros rodeaban al muchacho disputándole al cautivo, enfurecidos, arañándole los flancos, arrancándole jirones de sus ropas, mordiéndolo y ululando en celo apasionado. Parecían desconocerle. Miguel se arrojaba de pronto lajas abajo, rodando con el can entre sus brazos. Al sentirse golpeado en la roca fría, el perro se sumía en un silencio extraño, como si deglutiese un bolo ensangrentado e invisible. Entonces, el resto de la jauría callaba también. Los perros se paraban a cierta distancia, moviendo la cola y sacando la lengua amoratada y espumosa.
oooooooooo
Más abajo, Miguel se perdía entre los montículos se sábila, para tornar a salir por una hendidura estrecha, arrastrándose en una charca y contrayendo el tronco en una línea sauria y glutinosa. Forcejeaba y sudaba entre las zarzas. Sus perros le mordían las orejas y lo acorralaban en rabiosa acometida. Una iguana o un enorme sapo se escurría por entre sus brazos y sus cabellos, asustando los perros, que luego los perseguían ladrando. Sonriente y embriagado de goce y energía, saltaba Miguel anchas zanjas. Columpiábase de gruesas ramas, trozándolas. Cogía frutos desconocidos, probándolos y llenándose la boca de jugos verdes y amarillos cuyo olor le hacía estornudar largo tiempo. Agarró una panguana tierna, de luciente plumaje zahonado, arisca y un poco brava, que luego se le escapó, aprovechando una caida de Miguel al saltar un barranco jabonoso. Iba como impulsado por un vértigo de locura. Al entrar en los puros dominios de la naturaleza, parecía moverse en un retozo exclusivamente zoológico.
oooooooooo
Llegó el rumor de una catarata entre los ladridos de los perros. Uno de los hombres dijo:
- Ya estamos cerca...
El sol había aparecido. El cielo se despejaba. Me asomé al borde de la vertiente. En un fondo profundo, formado por dos acantilados, veíase una espesura de hojas envainadoras y cortantes, de la que partía un ruido cascajoso y seco.
- Aquel es el carrizo...
- Ese. Ese mismo.
- Ya vamos a llegar...
ooooooooooooo
El viento vino pesado y un tanto sordo. Un soplo astringente nos dio en las narices y en los ojos. Era el aroma del cañaveral sagrado. La atmósfera subía de presión y calentábase más y más. Bochorno. En algunos recodos y quebradas el aire empezaba a morir, ahogándose de sol.
oooooooooooo
Sorprendimos en una de estas quebradas, al doblar la pendiente de un meandro, a Miguel. Arqueado en cuatro pies, tomaba agua de un chorro recóndito y azul, entre matorrales. Junto a los labios del amo, Rana tenía sumergido el hocico. La lengua granate de Bisonte hería la linfa, azotándola. Bajo el agua, ondulaba su baba viscosa. La pupilas del mozo y las de sus perros, al beber, se duplicaban y centuplicaban de cristal en cristal, de marco en marco, entre la doble frontera natural de la onda y de los ojos.
ooooooooooooooo
Extraña anatomía la de Miguel, bebiendo en cuatro pies el agua de la herbosa montaña... Muchas veces le vi así, saboreando las lágrimas rientes de la tierra. Trazaba entonces una figura monstruosa, una imagen que expresaba, acaso justificándola, el tenor de su naturaleza, su espíritu terráqueo, su inclinación al suelo. Sediento y comido por los ardores de la sangre, Miguel doblaba los pedestales ilíacos y extendía los brazos hacia adelante, hasta dar las manos en tierra. En esa actitud se extasiaba largo tiempo, sorbiendo a ojos cerrados el agua fría. Violentándose a tal ademán, las manos en un rol de nuevos pies, asentado en la tierra por medio de dos órdenes de columnas, Miguel modelaba la línea victoriosa de los arcos. Miguel hacía así el signo de todo lo que sale de la tierra por las plantas, para tornar a ella por las manos...
* * *

(1) "Más allá de la vida y de la muerte"
(2) “Homenaje Internacional a César Vallejo”. Visión del Perú 4. Lima, 1969.
(3) Este cuento, El pajarillo blanco, daría pie a la obra teatral Peter Pan y Wendy (1905).

(4) *Omisión de algún nombre en la edición Moncloa 1967. No he podido revisar otra posible edición.
Víctor Hugo Velázquez Cabrera

No hay comentarios: