Charito Aguero comenta La Novena Maravilla

Hace tiempo leí La Novena Maravilla. No me gustó mucho ¿recuerdas?. Eso sucedió porque esperaba encontrarme con la prosa y temas con la sensibilidad poética a la que me tenías acostumbrada.

Pero una lectura reciente me obliga a rectificarme. Cuando volví a leer La Novena Maravilla fué el apabullante silencio del museo lo que robó mi atención, lo imaginé prisionero por siglos en ese espacio, observando sin ser observado, poderoso en su soledad, paciente y sabio, que conoce todo del alma humana. Por eso recibe displicente al hombre y sus pequeñas ansiedades.

El valor de este cuento está, además de su contenido, en que allí se encuentra el amigo intimo que gozo escuchar cuando su verbo se enciende y de cuando en vez nos regala una flor.

No logro vislumbrar cabalmente la crítica que sobre tu cuento hicieran en San Marcos acerca de la inteligente estructura del mismo, diseñada como una sucesión de potajes alusivos al tema central del relato. Yo me deleito, en cambio, en sentir la atmósfera que describes y que se convierte en un personaje poderoso y omnipresente ante el cual el yo narrativo se asoma de puntillas para no entorpecer el abrumador silencio del museo. En estas circunstancias, la aparición de un fantasma es congruente, lo mismo que la materialización de los recuerdos.

En muy pocas ocasiones la realidad se hace presente en ese sortilegio, salvo cuando la luz del faro de un automóvil rompe el encantamiento y coloca de un salto en la vereda y en la frescura del parque a este intruso que con dificultad coge en el aire la flor de una frase enigmática que le obsequian como despedida. Este es el sabor del cuento que me gusta paladear.

Irma Rosario Aguero Villanueva
Abril, 2008

Charito Aguero comenta Post fata resurgo

Todo buen cuento tiene además de personajes definidos otros que no lo son tanto, que no son intencionales y que sin embargo juegan con las circunstancias y las personas y en ocasiones su actuación es definitoria. Son estos elementos los que atraen mi atención por que detrás de ellos hay un mundo ignorado, que se presiente misterioso, escondido, donde la imaginación puede crear un cosmos.

Esto pasa en POST FATA RESURGO donde, desde el inicio hasta su caducidad, la casa es un personaje impertubable, que amamanta generaciones y define a veces la tensión emocional de sus habitantes: las alteraciones a su estructura coinciden con las actitudes de la dueña.

¿Por qué no humanizar esa edificación maternal?. Ya sé que ese sería otro cuento que no tiene que contarlo el autor sino un lector ocioso. Pero en ese cuento hay otro elemento que aparece una sola vez y cambia para siempre el destino de los personajes principales, presta sus voluptuosas formas y sus brillantes y cálidos colores para vengar la afrenta. Obviamente es el fuego, que termina siendo el único que ve partir a la dueña cargando su dolor, es el único que se queda a consumir los rastros de la barbarie.

Diciembre 2007

Post fata resurgo

La bruma de la tarde se abre con la brisa y deja ver, desde la borda, las orillas calmas, aún silentes, del Callao. Un breve golpe de viento te trae los chasquidos apagados del agua arrastrando la guija menuda de la playa.

Acodada en la borda, cierras los ojos y, conteniendo el aliento, escuchas la densa respiración de las aguas. De pronto te ves, Isabella, saltando soga en el parque de Chucuito: las pequeñas que te rodean admiran en tu breve cuerpo ese vaivén concentrado, una, dos veces, de los hombros y el torso y, entonces...¡ahora!...con el ritmo de la cuerda, das ese salto grácil, alado, como quien entra al mar...

Ahora, esperas, contenido el aliento, el momento propicio, y sueltas el aire en un largo estallido, para luego inspirar justo cuando las aguas parduscas empinan sus leves olillas hasta los flancos del Aída.

Abres los ojos: las pequeñas casitas de madera, los alegres ranchos, y las limpias y humildes barracas de los pescadores destacan nítidamente su silueta en un cielo rosado, tan igual al de aquellas tardes del parque. Hasta crees sentir el aroma de las madreselvas y de los jazmines que Bárbara te había enseñado a amar. A la derecha, separado de las casas de madera por el muelle del Club de Regatas, comienza el malecón Figueredo con sus casas de techo a dos aguas y antigua alcurnia, en un como remedo, ahora lo sabes con seguridad, de la Costa Azul.

Esa misma luz rosácea comienza a dorarse y aparece, acariciando tus ojos, la negra hilera de palmeras despeinadas, intercalada con las moreras y los finos magueyes de tu infancia. Esa última luz de la tarde que le da no sé qué fiesta a los balaustres y balcones de Chucuito. Esas mismas imágenes tenía que haber visto Bárbara cuando llegó, para siempre, al Callao. Piensas que esa fiesta de luces no te sucede ahora, sino setenta años antes. Sientes algo inexplicable en tu interior. Y recuerdas los extraños versos que Bárbara te escribiera en su última carta:

Be in me as the eternal moods
of the bleack wind, and not
as transient things are
-gaiety of flowers
...

Las voces del puerto te distraen de estos pensamientos. Preparas la valija que ya tienes a mano y te dispones a bajar. Mientras las autoridades de aduana revisan tus documentos, sientes cómo la brisa juega con tus cabellos, como un halago. Y otra vez esa extraña sensación... ¿Por qué mamá Bárbara escribió eso en su carta?...

Sé en mí como el eterno efluvio
del leve viento, y no
como lo son las cosas transitorias
- puro gozo de flores...

Una oleada de frío te sacude y te llevas las manos a la boca para calentártelas. Dejas la pasarela del barco con un firme golpe de talón y corres unos metros hasta la estación de taxis. Tomas el primero, sin discutir el precio, y te arrellanas con frío en el asiento posterior.

-No, no me lo diga, señorita—te dice el chofer con buen humor, y ya casi gritando:
- La voy a dejar en la mismísima puerta de su casa...
-¿Cómo así?- balbuceas sorprendida- Llegas de Europa luego de más de veinte años y no ves como pueda saber a dónde vas...
- ¡Ya lo verá, ya lo verá! -casi grita socarronamente el taxista- ¡Ya lo verá...!

De pronto te sientes contagiada por el buen humor del hombre y, contenta de estar en casa después de tantos años, te alzas de hombros y decides seguirle el juego. Ya tendrá que preguntarte la dirección, de todos modos. Miras a la derecha, sobre la baranda de concreto del malecón. El mar, hasta hacía unos segundos verde, ha tomado una tonalidad aceitunada, y tatúa en el vaivén de su piel el pobre calidoscopio del sol aterido y difuso.

Abres, la ventanilla del auto y te entregas, a la naciente noche. Resuenan aún en tus oídos los versos misteriosos: Sé en mí como el eterno efluvio... Piensas con dolor, Isabella, en la muerte de Bárbara. Te reprochas no haber estado a su lado. Te colocas de modo que la brisa te dé en pleno rostro...del leve viento, y no... ves encenderse las luces de la avenida y miras al cielo: un extraño azul turquí se eleva sobre el resplandor rosa del horizonte y aparece a tu izquierda la mole oscura de la fortaleza Real Felipe...como lo son las cosas transitorias...

* * *

- Gaiety of flowers -había dicho, adulador, el capitán inglés del Queen Victory - alegría, gozo de flores, para su belleza...

Y una guirnalda de delicados lirios se posó sobre la hermosa cabellera color miel de Bárbara cuando levantó la mirada, frunciendo la frente para disminuir el brillo de las aguas, en un improvisado ritual para festejar su paso, por vez primera, de la línea ecuatorial.

- Bienvenida a los imperios de la Cruz del Sur- se floreó pomposamente Atilio Baldassari y, depositando un teatral beso en la mejilla de su joven esposa, sacó el reloj de leontina del bolsillo del chaleco, vio la hora, y, sin perder la parsimonia, la llevó de la mano al comedor de primera clase.

Ya los esperaba la consabida champaña en la mesa del capitán, que brindó doblemente: por la reciente incorporación de Atilio al directorio de la Pacific Steam Navigation Company, y por una espléndida luna de miel para su flamante jefe. Convenía, para fines comerciales, que residan en el puerto más importante del Pacífico del Sur, y así se lo había hecho saber Atilio a sus suegros en Liverpool: Bárbara Bell de Baldassari iba a ser la reina del Hemisferio Sur, ya lo verían.

Llegados al Callao al final del otoño, se habían trasladado sin pérdida de tiempo a la casa que Atilio había hecho construir según su gusto genovés: algo pomposo pero con esa serena majestad de los ligures. Frente a un mar de delicadas olillas, apenas separados de la playa por una ancha franja de jardines muy bien cuidados, dos grandes cuerpos laterales alzaban su estatura palaciega, separados sin embargo lo suficiente para que predomine la estructura horizontal del frontis.

Una reja de madera separaba los jardines exteriores de los frontales. Simétricos, de sardineles redondeados, con dos delicados amorcillos de piedra en el centro de sendas albercas, esos parterres daban paso a un doble sendero que pronto se unía al pie de una doble escalinata curva. Apenas cuatro escalones y ya se abría la terraza en una pequeña loggia que distribuía las puertas laterales y la principal, orientada al poniente, con arcos de medio punto.

Sobre el dintel, los arcos eran una mampara radiada de vidrios naranjas y amarillos que reforzaban los colores de los infinitos crepúsculos. Arriba, en el imafronte rectangular, el lema de los Baldassari: JVRE ET LAPIDA (el juicio y la piedra), en romanas y en bajorrelieve negro y oro. Más arriba, el balcón recto de triple cornisa era sostenido por dos pares de columnas dóricas que enmarcaban el noble portal.

La adustez del edificio, su estricta simetría, era rota felizmente por una torre tubular, proporcionada y esbelta. Dejaba ver detrás del pabellón izquierdo su redondez de vidrios repitiendo a todos lados los oros y gualdas de la mampara frontal, más una sección central en celestes, azules y verdes.

De esa torre hizo Bárbara su querencia muy pronto. Construida para otear los barcos de la Pacific, ocupaba la mayor parte de su volumen una escalera de caracol a la que se tenía acceso por dos galerías. La del piso bajo, corta e interrumpida por frecuentes arcos, portales y salitas, daba al jardín central, con su preciosa fuente lobulada y coronada con un flamígero ángel de Cellini. La del piso alto hacía ángulo recto con la anterior y llevaba, larga e iluminada por los esperados vidrios de colores, a los aposentos interiores cuyas ventanas daban a la gozosa explosión de verdes de un huerto.

En esa torre Bárbara mandó colocar un cómodo taburete acolchado y un reclinatorio en terciopelo negro que usaba para sus oraciones vespertinas. Gustaba imaginarse cual María, envuelta en la luz rosa, púrpura, dorada, de la Anunciación de Fra Angélico. Hasta solía llamarse a sí misma Lady of the Wynding Stairs. Desde allí vigilaba, y propiciaba con su amor, las singladuras de su amado Atilio. Allí también recreaba su infancia, a orillas de un mar más proceloso que éste, al noroeste de su Inglaterra natal. Allí repetía en sordina el poema que más amaba:

Be in me as the eternal moods...
...have me in the strong loneliness
of sunless cliffs
and of gray waters...


Allí, ampuloso y excesivo, Atilio se despedía llamándola la mia Madonna del Bel Mare.

Otro lugar de la casona que Bárbara frecuentaba con arrobo y encanto era la pequeña glorieta bajo cuya pérgola quiso sembrar jazmines y madreselvas. Solía sentarse en el brocal de la fuente y alegrarse con los traslúcidos colores de los peces, o alimentar las palomas tripolinas que le había enviado el poeta Danunzzio.

Allí solía tender en el verano su alfombra persa y, cara al cielo, rayado siempre por el vuelo alegre de los pájaros marinos, beber con la mirada los colores del crepúsculo y dejar que las primeras estrellas de la noche lloren sus luces en sus azules ojos.

Ardía entonces Bárbara en su casto amor y, efectivamente, sentía que no sólo tenía la edad de la blessed Mary, sino también su pureza.

Atilio hizo lo indecible para hacer feliz a Bárbara. Puso a su disposición una selecta servidumbre, que incluía un mayordomo jamaiquino, pues no lo pudo conseguir inglés por estas latitudes. Traía de sus viajes cuanto bibelot se le ocurría que le iba a encantar. Y joyas, finísimas joyas, preciosos camafeos, delicados intaglios...y libros, sabios y discretos libros, siempre listos a consolar su lejanía.

A su vuelta de los viajes pasaban horas enteras de beatífica felicidad en la torreta, que Atilio se esmeraba ridículamente en llamar la Tour Escargot. A esta torre, que los vecinos comenzaron a llamar la Torre de los Ingleses, ordenaba Atilio traer las cremoladas de ciruela que Bárbara paladeaba con demorado placer en los días de canícula o, en el invierno, el delicado té de bergamota que ella le exigía, conciente de su papel de civilizada - y civilizadora- súbdita británica.

Atilio leía, inspirado e histriónico, los poemas de Yeats en un suficiente y claro inglés que Bárbara le corregía de vez en cuando, y añadía algún poema del último libro editado en Londres: Ripostes de Pound. Particularmente, leía su hermosa versión moderna del The Seafarer, con la que se identificaba vanidosamente.

Bárbara, en cambio, gustaba de saborear esos otros versos del poema Doria: ...have me in the strong...Sostenme en la fuerte soledad \ de los riscos sin sol \ y de las aguas pardas, cenicientas....

Se hundía en los sonidos con complacencia. Saboreaba avaramente cada palabra y volvía una y otra vez al poema con renovado gozo. Encontraba en sus versos un extraño consuelo para su soledad.

Así pasaron los primeros años. Las ausencias de Atilio se hicieron más prolongadas y frecuentes y cada vez menos efusivos los reencuentros. Llegar a casa y saludar a Bara -como la llamaba ahora- se volvió un rito ineludible pero hueco y anodino. Dejaron de arreciar las joyas y los libros, y fueron reemplazados por lilimentos, jarabes y pomadas para la cada vez más endeble salud de Bara.

Ahora le costaba trabajo subir a la torreta, y el frío de los otoños le mordía las rodillas y los hombros. El mayordomo jamaiquino reemplazó los tés de los inviernos por horrorosas tisanas, amargas y astringentes, y por braseros para quemar hojas secas de eucalipto y cáscaras de naranja. Todas las tardes, a la hora del angelus, aparecía en el ámbito rosa y oro de la torre de vidrios este ángel oscuro, enjuto y prieto.

El jamaiquino era, ahora, quien le leía, con una hermosa voz de bajo barítono, los versos del Doria con su propia, particular anunciación:

...gray waters.
Let the gods speak softly of us
in days hereafter,...

Bárbara paladeaba, mansamente, rumiando cada palabra, cada frase hasta sentirlas suyas plenamente...

Que los dioses hablen quedamente de nosotros
en días venideros,..

Pasó ese verano y, en los primeros días de abril, Bárbara sintió que la Anunciación se cumplía. El Verbo se había hecho carne. Después de cinco años de castos y delicados amores por fin estaba encinta. Ella pensó que así Atilio cobraría renovado interés en recuperar las hermosas tardes en la Torre de la Anunciación. Pasó todo el otoño con semblante dulcemente risueño pese a los dolores de espalda, dolores de huesos y fatiga extrema.

Atilio pareció, efectivamente, renovar su interés por Bara. Para entonces el invierno la había doblegado exageradamente y el doctor Martens, médico de la comunidad anglicana, tuvo que hacerle una transfusión: el jamaiquino dio, pleno de lealtad a su señora, la sangre más roja que Martens había visto en años.

A inicios de diciembre nació el niño. La madre, debilitada en extremo por el parto, tuvo una crisis de asma y su palidez se hizo absolutamente notoria. El doctor Martens prescribió que deje de darle pecho al niño. En uno de sus ahora frecuentes llantos, con asfixias y toses, el ángel de Jamaica notó unas diminutas flores encarnadas y granas en el pañuelo que antes no estaban. Martens hizo arreglos para que Bárbara convalezca en el sanatorio climático Olavegoya, de Jauja.

Las cinco mucamas que la despidieron en la estación del tren, siempre precedidas por el ángel de Jamaica, se redujeron a dos, para el cuidado del niño, con orden expresa de usar sólo el piso superior de la casona. La planta baja quedaba para uso exclusivo del señor cuando estuviera de vuelta de sus cada vez más prolongados viajes.

El discreto vino burdeos que siempre iluminó la mesa de la pareja a la vuelta de sus navegaciones, fue paulatinamente reemplazado por brandys y vulgares whiskys. Comenzaron a venir a casa los socios y amigotes de ocasión. Una tarde apareció Bambini con una caja de ron de Jamaica que el ángel se apresuró en desautorizar. Otra, llegó Mandriotti con su secretaria y una rubia artificial. Se tomaba hasta el hartazgo. Al fin del verano, ya la casa Baldassari había establecido una rutina peculiarmente mundana, que los vecinos miraban con desaprobación y envidia.

En el sanatorio Olavegoya de Jauja, Bárbara había hecho una buena convalecencia gracias al excelente clima seco y de alta presión atmosférica, combinado con ingestas que eran celosos secretos profesionales.

Así, con la mejoría, ardiendo en deseos de ver a su hijo, la inglesita no esperó a que le diesen de alta. El comienzo del invierno en Jauja, reseco y polvoriento, fue un buen pretexto para coger sus bártulos y regresar a los suyos. Inopinadamente decidió no avisar por telégrafo. Quería darles a todos una sorpresa, mostrar su tez rosada como cuando estuvo de luna de miel a los quince años. Quería volver a su Torre de la Anunciación y allí consagrar su hijo Dorian a los dioses amables de la poesía. Quería envolver con su pureza de madonna a su amado Atilio, tanto tiempo lejano.

Bajó del tren a las volandas, complacida de su buena forma, y sosteniendo el sombrero de amplias alas, enrumbó por la ligera curva de la Capitanía de Puertos hacia la casona, que distaba apenas unos quinientos metros. A su paso, oía complacida el rumor de las aguas susurrándole casi al oído las delicadas eses y efes de su poema favorito...


...the gods speak softly of us...in days hereafter...

Llenó sus renovados pulmones con una deliciosa bocanada de aire que ya le traía el perfume denso de sus madreselvas. Se desvió a un costado de los primeros ranchos, bordeó los encantadores jardines de los Agnelli y se detuvo, entrecortada la respiración por la dicha, en la parte trasera de su propia casa. Bajo los pensiles que derramaban hacia la vereda las buganvilias que ella misma había plantado, le llegaron voces difusas, tintineos, risas que se diluían en el aire y volvían a aparecer lejanas.

Decidió entrar por el postigo lateral que daba directamente a la huerta. Sacó de su bolso el pesado llavero. Giró la llave en la cerradura y empujó débilmente la puerta, entornándola. Asombrada, vio al gerente O´Neil en su glorieta, con una mujer en su regazo. En las banquetas, bajo la pérgola, jugaban a las cosquillas Mandriotti y Lescano con una rubia de risa caballuna. Bajo sus madreselvas, Atilio, desabrochada la corbata y abierta la camisa hasta la cintura, lamía golosamente los dedos llenos de anillos y sortijas de los pies de una pelirroja coronada con una guirnalda de sus jazmines. De cara al cielo, bajo la pérgola, tenía en la mano un libro y repetía, con voz escolar y chillona, el destacado verso del Doria de Pound... gaiety of flowers...gaiety of flowers...

El jardín secreto, el huerto cerrado, que con tanto esmero se había esforzado en convertir en un paraíso, se esfumó ante su vista. Una nube negra giró ante sus ojos y la arrebató en un blando torbellino.

Cuando despertó, extrañada de verse en el suelo de grama, no supo cuanto tiempo había pasado, pero vio que no había sido notada. Sigilosamente, cerró la puerta con doble pestillo y se dirigió, decidida, a la entrada principal.

No anunció su llegada. Apenas entró, se dirigió a las habitaciones de servicio y buscó al jamaiquino. Sorprendido, el ángel no atinaba a nada. Una mueca de dolor y conmiseración se dibujó por fin en su expresivo rostro. Se dilataron más aún sus fosas nasales y un casi imperceptible brillo nubló sus ojos grandes y azabaches. En un instante entendió todo. Siguió a su ama que sólo había hecho un leve gesto y salieron a la galería baja. Cruzaron el jardín en silencio.

El ángel de Cellini, en lo alto de la pileta, espada de fuego en mano, tenía el exacto gesto del jamaiquino. Entraron a la despensa de servicio y él tomó unos bidones de hojalata. Mientras Bárbara subía al piso superior en busca de su hijo, el ángel de Jamaica regó cuidadosamente los contornos de la huerta con el líquido de los bidones. Se detuvo en el zaguán que unía el jardín central con la huerta y espió detrás de la glorieta: sólo el murmullo de la pequeña acequia que bordeaba de la columnata. Nadie bajo la pérgola. Nadie detrás de las columnas escaladas de hiedras. La alberca, con su solícita Venus de Gnido escanciando interminablemente el agua rumorosa, apenas mostraba dos o tres guirnaldas de flores aún frescas que flotaban con desgano sobre su espejo todavía iluminado por la tarde.

Bárbara, serena, cautamente, encendió una linterna de mecha. Bajó el tubo de vidrio y reguló la pavesa de la mecha. Fue acercándose lentamente en dirección a la huerta y se detuvo junto a la fuente. Caída la máscara que impone el dolor, el jamaiquino vio por vez primera el rostro que siempre había intuido en su patrona. Con unción, con embeleso, le dio paso hacia el zaguán y la vio estrellar la lámpara contra el primer pilar de la huerta.

Un rápido chisporroteo se inició en las hiedras y el fuego, alzando sus espadas, multiplicó las sombras danzarinas en un instante. La alberca duplicó ese angustiado crepúsculo en sus aguas. Pronto las llamas fueron una sola y retorcida súplica a las estrellas que, indiferentes, comenzaban a aparecer bajo, en su nido de esmeraldas. La casa entera, entonces, se fue arrodillando poco a poco, en una mueca casi humana y dolorosamente suplicante.

Las pupilas azules de la inglesa tomaron un tinte violeta y un extraño rictus apareció en sus comisuras cuando masculló los versos finales del Doria...



The shadowy flowers of Orcus... remember thee...

El jamaiquino entendió ahora todo perfectamente. Con los ojos nublados por el llanto, cubrió con su capote a su señora y la acercó al portón principal. Las mucamas con el niño estaban ya en los jardines exteriores y sus siluetas se recortaban contra ese otro incendio que era la tarde. El ángel repetía mentalmente...

en días venideros... que las flores sombrías de Orcus ...te recuerden...

* * *
Tan pronto como Dorian terminó sus estudios en la Universidad de Ingeniería, empezó a trabajar. Con su sueldo y el dinero de la herencia, depositado en el banco íntegramente por Bárbara -pues se negó a tocar un solo centavo cuando un aneurisma llevó a Atilio, esta vez sí, al reino de Orcus, como decía ella- Dorian recuperó el terreno de la destruida villa Baldassari, que los lugareños llamaban hacía ya tiempo la Casa de los Ingleses. En el esquina externa, donde había estado el pabellón derecho del palacete, construyó una cómoda casa de tres plantas para él, su flamante esposa y su madre, la inglesa.

Bárbara, la inglesa, se había recluido en lo que quedaba del ala izquierda - ya sin la torre de vitrales- en los cuartos cuyas ventanas habían sido clausuradas. Sacarla de allí, después de veintisiete años sin pisar la calle, fue toda una proeza. Cuando Dorian Baldassari logró, después de mil ruegos, que aceptase pasar a la villa Isabella, tuvo, a su vez, que aceptar sus condiciones: una habitación especial para el ángel de Jamaica y una escalera de caracol para rezar todas la tardes el angelus.

Dorian acabó por practicar una puerta en el muro que daba hacia lo que quedaba de la huerta - escombros, breñas y desmonte- y reconstruyó a medias la glorieta, a la que rodeó de tres sencillas habitaciones. Una torreta de vidrios de colores en miniatura, que subía apenas hasta la mitad del segundo piso, conectaba las dos moradas.

El ángel, tomando respetuosamente el brazo de su señora para enderezar secretamente sus propios pasos, solía pasar todas las tardes hacia la torreta, orgulloso de la armadura aún garbosa de su patrona, a pesar de su lentitud y de su cansancio.

Pidió permiso a Bárbara para tallar con sus propias manos de antiguo marino las letras de otro lema que había llevado en la memoria a través de los años, y que ahora cobraba pleno sentido. En el arco de medio punto de la nueva puerta angulada que daba al parque, puso en la lengua de los marinos latinos: POST FATA RESURGO.

Detrás de esa puerta, se levantaba hacia el cielo un laberinto de balaustres, hojaldres y troqueles. Por la tapia calada en tejas tubulares podía verse un pasadizo de baldosas imprecisas y la madera verdosa de un remedo de glorieta. Allí remendaba el ángel de Jamaica las redes del recuperado oficio de su juventud.

Allí crecerías tú, Isabella, la mayor de los tres hijos de Dorian Baldassari Bell y de Isabella Efendi, repitiendo como un espejo la gracia de mamá Bárbara. Y bajo su amorosa mirada y la del tembloroso ángel de Jamaica, allí, como él sus redes, Isabella, tejerías tus fantasías de niña y tus sueños de adolescente. Allí construirías tus días y tu mente hasta el día en que viajaste a Europa para hacerte tu mundo. O talvez para que el mundo te haga, a ti, como ahora eres.


* * *

-¿Se lo dije, o no se lo dije? - la voz chillona del chofer te saca de tus cavilaciones.
No pronuncias una sola palabra, Isabella. En cambio, frunces la frente para acomodarte mejor los recuerdos. El taxista no se resigna a ser ignorado y farfulla, siempre a voz en cuello:
- Usted dirá cómo. Le voy a contar para que sepa. Yo tenía veinte años y vivía aquí nomás, a la vuelta de la que llamaban Casa de los ingl.....
Pero ya le has pagado maquinalmente. Sin quitar los ojos del maderamen de la casa vieja, das unos pasos ansiosos y no puedes evitar un vuelco en el pecho.

La casa de Bárbara, la inglesa. Ella te había enseñado a amar los inocentes jazmines. Las desmayadas madreselvas...Ahora sus cenizas esparcidas en el vinoso mar la reintegran al universo del que ya será una cifra y una clave secreta...
Un torbellino de sentimientos y recuerdos te vienen de golpe. Tocas la puerta sesgada de la casa. Mientras te abren, levantas los hermosos ojos azules hacia la talla de la medialuna del dintel, POST FATA RESURGO, y traduces, intrigada, lo que tantas veces deletreaste con descuido de niña: DESPUÉS DE LA MUERTE REGRESO...

Un anciano delgado y ceremonioso abre una de las hojas de la puerta. Al verte al contraluz de la noche suelta un quejido lastimero:
- Mi señora, se nos pasó ya la hora del angelus...y sólo veo una estrella...

Levantas, Isabella, la mirada hacia el cielo. Sientes claramente la corona de lirios sobre tu hermoso cabello color miel. Algo trae ahora a tu mente unas líneas de la di Paolo: sobre cuál cuerpo se demora el mar / como un beso de musgo... Entonces comprendes: Tu corazón, ahora ya en calma, da un salto grácil, alado...como quien entra al mar.

2005
Acrílico: Juvenal Ramos






Ascuas

Honda penumbra que se cuela por todos los lados de la tarde. Pasillo de baldosas imprecisas apurado de barandas, portales, dinteles, vigas, rápidamente presentidos, y allí, en el fondo del fondo, ese olor acre de muro recién encalado que avanza su tibia blancura amortiguada contra la tenue línea de sus hombros, su talle, su figura. Allí, ese perfil preciso jugando con las sombras en sesgadas tintas, que te empecinas en desconocer, sólo para apretar más el placer de descubrirla.

Allí tu fingido descuido, tu sorpresa en sordina, tu encandilado no saber, no querer. Por fin, el roce de los dedos. Por fin la seda de las yemas. Has esperado tanto este momento, y ahora te estiras, te atrasas de ti mismo, te esfuerzas en resentir esa penumbra que te va deslizando y te empuja hacia ella.

Recuerdas otra penumbra entonces, mágica, densa, disuelta en rededor tuyo. No era este apurado ceñirse contra un cuerpo, unos labios. Era más bien ese cargado tinte de ceniza olorosa con su punto de luz microscópicamente cereza esperándote al fondo de una nave mayor en alguna capilla de Semana Santa. Tintineaba en los techos una fina llovizna y las beatas ululaban sus rezos con bocas cavernosas. Traqueteaba entonces el sacristán su sonaja anunciando la muerte de Cristo y tú buscando ofuscado el roce ¨casual¨ con sus tobillos, tanteando las losetas hasta tocar unos talones turgentes y escondidos en miedosa actitud de fingida caída.

“Ya es hora de partir” - una voz, y tú: “No parto sin mirarla”, y era otra vez ese apurado tintineo de espuelas contra las gradas de piedras salpicadas de lluvia. Y eran nada en tus tardes los hierros, los relinchos, los cueros, los aperos, los hábiles esguinces, los alardes para que ella te vea.

“No parto sin mirarla”, te decías, y no obstante, no estabas para aceptar que era su mirada, la de ella, lo que tú más buscabas, esa mirada larga, densamente sesgada, desganada, que te daba escozor y te paralizaba sujetándote por la nuca....En ese entonces, cuando todavía no te enseñabas a la gente, cuando creías que un olor a caballo y a eucalipto bastaban para darte ese porte de hombre, ese tono de macho que te esforzabas en lucir tan distraídamente:

sobre del suelo la palma
sobre de la palma el cielo,
sobre mi caballo yo,
sobre de yo mi sombrero....

cantabas, haciéndote el cazurro, tú, la guitarra hacia el pecho palangana, y todo para qué, ya tú ves: para estar ahora rogando hecho un gafo, con la lengua mordida, buscando que tocarla con los ojos, pidiendo en tus adentros que te mire, que te atisbe siquiera, que te brillen sus ojos con la seña, que sus hombros se quiebren en ese no sé qué para saberte visto, mirado, señalado, aunque fuera sólo como un perro, como uno más de su rebaño. Cuánto dieras ¿verdad?. Qué no dieras, di tú, para perder ya mismo tus posturas, tus adefesios de cuero, de hierro, tus gualdrapas, y poder presentarte desnudo ante sus ojos, en esa blandísima frescura del fondo del fondo de esa penumbra que se cuela por todos los lados de la tarde.
Víctor Hugo Velázquez Cabrera, 2003

Ñawpa Pacha

Ñawpa Pacha [1]

En tiempos antiguos la gente vestía de luz y de fuego.
El fuego los abrigaba poniendo tibieza en sus cuerpos, en sus ojos. La luz, con finos rayos o con pequeñísimas motas de polvo, adornaba sus frentes y sus pechos. Ponía joyas en sus manos y tobillos como delicadas perlas y sus cabellos brillaban dorados y ligeros ...

No necesitaban más para ser felices. Cuidaban agradecidos a Nina, el fuego sagrado. Veneraban a Ruphay, la luz, sangre del pájaro Inti, que riega la tierra hinchando la savia de los tallos, abriéndola en capullos y haciendo brotar los frutos que colman de colores y aromas los graneros.

Escondido en los bosques sombríos, Amaru contemplaba sus vidas tejidas de días dorados y noches de fría plata. A veces, desolado, lanzaba su alarido a los cielos y una sombra densa rodeaba la luna de las calladas noches. Otras, enamorado, flotaba hecho colores sobre el mundo ... soltaba cintas maravillosas como frutos y flores en una lluvia fina.

Como el Amaru vivía en los pantanos -tierra y agua- le llamaron Turumanchay, que quiere decir espanto del lodo; y al verlo flotar en el aire, como el fuego y sobre la garúa, con sus cintas coloridas, le llamaron Kuychi, que quiere decir arco iris.

En aquel tiempo, el Amaru vivía receloso, enamorado de las indias que brillaban como el oro y el fuego cuando el sol vestía con su sangre sus cuerpos de venado. Quiso entonces convertirse en un hombre: y cazó, y pescó y aró la tierra. Enseñó a la gente a sembrar, a hilar el algodón, a tejer la madeja y a teñir la lana de vicuña con frutos y con flores, con tierras y piedras finas. Sus propios colores pasaron del aire a sus vestidos.

Más aún: les hizo un reino. Levantó entonces casas, terrazas, puentes, muros y vivieron con orden y alegría. Sus cuerpos vistieron bayetas, paños, gasas y tocuyos. Todos los días eran fiesta cuando el Amaru ponía sus luces de color en las mejillas, en los pechos, en el vientre de sus lindas mujeres.

Un día las fiestas se acabaron. Vino del mar, desde atrás de las aguas, una nube de ambición y de sangre. Amaru se refugia en el valle sagrado. Durante cuarenta años lucha contra esa nube de oscura turbulencia ....

Una tarde es traicionado y es vencido. Ya su amada cabeza rueda sobre la tierra, rueda sola y oscura, la riega con su sangre. Desde esa nube de traición se prohiben los vestidos floridos a su gente, se les obliga a usar oscuras ropas, opacas, sin colores ni luces. Y ya pasan dos siglos en el dolor y el llanto ...

Amaru, harto de tanta injuria, se presenta en un hombre que es también como un cóndor: su vuelo, una vorágine de furia, de pasión, de grandeza ... Y otra vez la traición, alargando sus garras, corta el grito de amor, de libertad. Se mutila su cuerpo de dios resplandeciente y el reino del Amaru se sumerge en el valle del dolor y de sombras ...

Aún entonces su sangre, tan fuerte y perfumada, al regar su tierra amada, hará brotar otros hombres que luchan sin descanso por el amor, la libertad, el gozo ...

Entonces se abrirán, en cada valle y desde cada aldea, los capullos de las faldas y polleras, las hojas de las llicllas y las mantas, las flores de monteras y chucos, el jardín de los chales. Se abrirán en silencioso himno de amor para el Amaru, para vivificarlo y para redimirlo.

Desde entonces, en los días con sol, el Amaru hará llover el pelo fino de la garúa y sonreirá sereno en el centro del día. Y pondrá nuevamente sus luces de color en las mejillas, en los pechos, en el vientre de sus lindas mujeres ... Como en tiempos antiguos.


[1] Ñawpa pacha: 'en tiempos antiguos'. Son las primeras líneas del manuscrito de Huarochirí recopilado por Ávila.


Víctor Hugo Velázquez Cabrera
En Pasñita y sus trajes típicos.

Ediciones Alondra. Maranga 1994.

Andresito

Tuve un amigo que llamábamos Andrés el "cortadito", porque nació sin las dos piernas y sin un brazo. Se había agenciado un carrito de madera, con las ruedas de billas de unos patines Winchester. Se impulsaba con una mota de pizarrra que manejaba contra la vereda con su única mano. Solía estacionarse junto a una cantina, y preguntaba a cuanta persona pasaba si le podía dar un sol para tomar el tranvía. Siempre la respuesta era de extrañeza y conmiseración: no pasaba por allí ningún tranvía, acaso no veía que en la calzada no había trazas de riel alguno... Invariablemente, él replicaba: "ah, entonces, si no puedo tomar el tranvía, sí puedo tomar una copita de aguardiente".

Se había enamorado de una loca que, bolsas de plástico de colores y cartones por todo equipaje, lo cogía de la mano y era su samoyedo perfecto. Nada era más hermoso para él que deslizarse por las veredas tomado de la mano por Campanita, la dulce loquita: "más rápido, más, mamacita, que te alcanzo", y se perdían por las veredas que pintaba el crepúsculo, derramando sus dorados, malvas, rojos, por las calles empedradas del viejo Callao puerto ...

Un día Campanita se enamoró. Fue flechada por el "loco Benavides", un pintor alcoholizado que había sido becado años atrás por el presidente homónimo, para que se forme en Roma y en París. Su apellido era Aguirre pero cada cuadra caminada la terminaba con un sonoro !viva Benavides!. Y Campanita se amaba y revolcaba con él en cuanta escalera o rincón encontraban.

Andresito toleró esa situación como un príncipe: Con mirada sabia la veía alejarse con el borrachín y luego, como si se arrepintiera, hacía unos dos o tres intentos de seguirlos...y volvía, sereno el semblante, a parar su volkswagen en el filo del sardinel. El Benavides y su loca, para deshacerse de él, habían cambiado de vereda por media calle de adoquines y, ya en la otra orilla, lo despedían con señales de sorna...

Con los ojos vidriosos, giraba la cabeza, y luego, marcha atrás, acomodaba el volkswagen para unirse a nosotros. Con los ojos vidriosos, también, nos miraba como mira la Killa, con el rabo entre las piernas...


Víctor Hugo Velázquez Cabrera, 2006

Arte poética

MISTERIOSA pasión la que nos lleva a buscar en la memoria aquello que cuando fue presente no supimos- no pudimos- aquilatar en toda su riqueza. Este puede ser el caso de la infancia, pero es también, con frecuencia, el de la infelicidad: ese traje aislante que nos separa del mundo y nos deja, en el mismo lugar en que lo abordamos, estragados y burlados.

Más misteriosa aún, aquella que nos lleva a la literatura: ese desesperado intento de hacer un presente sin fondo con todo lo recuperado del olvido. Esa lucha denodada contra el olvido de lo que hubimos vivido o de lo que deseamos y aun temimos, constituye el tema medular de toda literatura.

Escribimos anhelando abolir o modificar un dolor, una bajeza, una vergüenza, escondidos entre los pliegues de nuestras pequeñas almas. Escribimos, también, radiantes de ilusión, por vivir –siquiera en la limpia soledad del papel- ese amor apagado en amargura, ese gesto magnánimo que se torció en vinagre, la alegría secreta que no fuimos capaces, esa vez, de hacerla florecer en gozo compartido...

Ahora estamos aquí, reunidos en torno a la palabra – como ante el primer fuego del neolítico- todos los que creemos en su fuerza. Es fortuito, meramente fortuito, que este hombre criado entre caballos y eucaliptos sea el que ahora les hable. No sé cómo decir esto que digo sin romper el precario equilibrio entre la vanidad –que es siempre grosera- y la simple modestia -porque puede ser falsa.

Lo diré de este modo: ahora hablan por mí, a través de mi voz, no sólo este puñado de narradores selectos, sino también el último de los escritores que ponen cada día todas sus ganas, todas sus energías, en esta dolorosa lid que es la escritura. Hablo también en nombre del bisoño que puebla sus líneas de ilusiones, y del que domina ya la esquiva técnica. Del novato que paga con feble moneda sus inicios, y del baquiano que cursa adelantado los intrincados caminos dela forma y la ficción. Todos, todos estamos construyendo este texto sin fin que es la literatura.

Alguna vez se dijo en Cajamarca: “usos son de la guerra vencer y ser vencidos”. Pues bien: ya estuvimos abajo; no demoraremos en volver nuevamente a las sombras. Otros serán, entonces, los que se alcen con las nuevas victorias. (También el ser humano se alimenta de sombra y amarguras, de ausencias y de olvido, de estériles crepúsculos y de noches de arena).

Básteme, ahora, recordar que a esta tribu (el acto de escribir es un acto salvaje: se parece al amor) pertenecemos tanto mujeres como varones. Hay ahora varias damas de las letras en esta selección. Ayer hubo otras tantas, mañana serán más. Y mientras tanto ¿cuántas mujeres han quedado- por ahora- en la sombras? Quiero dejar aquí constancia de la inmensa belleza de sus obras. Quiero que conste aquí mi admiración por ellas.

Hay sitio, en esta república de las letras, para todos los gustos y todos los estilos. Literatura realista, fantástica, de ciencia ficción, policial, psicológica, y otros géneros y subgéneros, transitan libremente, con el sólo requisito de un lenguaje rico y una prosa tersa, para recorrer quién sabe qué caminos...

Todos serán leídos (el acto de leer es un acto profundamente civilizado: se parece al amor). Y toda lectura implica un juicio crítico, así sea nebuloso: el ser humano descifra los símbolos con inquietante esmero, porque sabe, secretamente, que él mismo es sólo un símbolo. Sabe, en lo más oscuro de sí mismo, que es un enigma insondable. Y, aturdido, viste esa desnudez esencial con la palabra. Y al volver los ojos sobre lo ya vivido, vuelve a desnudar, a vaciar su conciencia.
La biología estudia la vida en su mínima expresión que es la célula. Parejamente, la literatura estudia la vida en su más honda dimensión: la conciencia. No es pues, entonces, la psicología la que analiza esta conciencia; ella estudia la conducta. Es mas bien el arte, la literatura la que tiene que ver con la pulsión de vida, con ese impulso vital de todo ser humano.

Así , pues, soy ahora la voz de esta gran tribu. Y ella quiere ser discreta, serena, agradecida. Quiere dar testimonio de la conciencia de su época. De sus fracasos y de sus logros. De sus temores y de sus anhelos. Quiere que recordemos que somos, en nuestra fragilidad, no sólo peores de lo que creemos sino, también, mucho mejores de lo que imaginamos. Que sepamos que más allá de nuestras pobres conciencias diurnas –que nos dan la idea falaz de nuestra separación en individuos- somos, claramente en el momento del sueño, una sola ilusión, un solo puño, una sola sonrisa, un solo y largo dolor, un solo espanto.

Por nuestras raíces, nos nutrimos de un mismo suelo. Elevados los troncos, somos un denso bosque de quimeras y ensueños. Por nuestras frondas, saludamos el viento que nos trae la palabra. Y esa palabra vibra, corusca y centellea y, perdida su gracia, cae privada de savia, y pasa a formar el humus que abonará los suelos para nutrir a otra desconocida generación de árboles en retoño... Ya Marcel Proust decía que los libros son hijos de la oscuridad y del silencio.
Por ahora, nuestra voz aún comunica con todo su vigor...Queremos que esa voz llegue a la patria grande que es América. Que gire y centellee, y vuelva agradecida a este recinto en el que están -lúcidas las conciencias- todos los de la tribu. Están también, sinceras y serenas, las voces tan disímiles, y sin embargo unívocas, de todos los escritores que aquí nos congregamos.

Señores de la Academia de la Lengua, de la Asociación Internacional de Escritores, del Instituto Nacional de Cultura, del consejo Nacional de Universidades, de la decana UNMSM, de la PUC y del PEN club Internacional, todos los narradores, poetas, novelistas y dramaturgos presentes agradecemos la calidad y seriedad de vuestros juicios.

De mí, sé decir que acepto con humildad esta tarea, con entusiasmo y renovada fuerza porque, como dice mi filósofo favorito, Mario Moreno Cantinflas: “yo nací encuerado, de modo que todo lo que lleve encima...ya es ganancia.”


Víctor Hugo Velázquez Cabrera


COPE 2000

La novena maravilla

A juniorum vulpibus defendo.
Candido lectori

Lunarejo

Walter Redmond O’Toole anduvo por estas tierras con sus formidables apuntes sobre la lógica del Lunarejo, por más de treinta años. Fue mi profesor de Filosofía Latina Colonial en el aula 8A del Departamento de Humanidades de San Marcos. Cuando terminó su curso inesperadamente brillante (ya que nadie esperaba maravillas de un tema tan lateral al pensamiento de occidente), con sencillez y afecto, nos citó en su casa y nos exhortó a dejar de lado torpes rivalidades entre universidades y unirnos a sus discípulos de la Católica.

Recuerdo que al despedirse le pidió a Juvenal Ramos que sirviera sendos vasos de un “muy perruano marracuyá con piscou” que él mismo había preparado. Recuerdo aún su sincera voz pronunciando las vocales cerradas y esa ‘o’ final rizada en una ligera ‘u’ que sólo en él dejaba de ser tan antipática.

Mi ingratitud y ciertos menesteres rastreros de mi vida me llevaron por otros mil caminos y no volví a pensar en el irlandés ni en el Lunarejo sino cuando una nota de estafeta de El Comercio me enteró de la edición mexicana de su vasto e ilustre ensayo a cargo de la Universidad Autónoma.

Y así hubiera quedado este recuerdo sino fuera por la generosa invitación que me hiciera la historiadora Merli Costa para integrar el jurado del VI Concurso de Dulces Tradicionales Peruanos del Museo Nacional de Antropología de Pueblo Libre.

Ahora, este domingo, atravieso la explanada que conduce al célebre, sencillo museo. Apruebo, por enésima vez, la ciclópea cabeza del Genio, que campea en plena plazuela, saludada por los añosos ficus y jacarandás, bajo cuyas frondas me esperan ya las mesitas con lindos arreglos de flores y mejores sonrisas, y me sumerjo en los olores de los más disímiles y delicados dulces que se pueda imaginar.

Para acercarme a las mesas de degustación, acondicionadas en la sala mayor, dentro del edificio, me apresuro en acreditarme como miembro del jurado. Me recibe un hombre de edad madura, con una mirada más serena que penetrante. Me llaman la atención sus mangas amplias de puño apretado y su pantalón ceñido de pana negra hasta la pantorrilla. Buena ambientación, pienso. Un antiguo sombrero de los llamados “de teja” le oculta en parte el rostro cetrino que refleja cierta lejana nobleza.

Me hace pasar a la sala mayor con una casi imperceptible venia: allí están las prestiñas de mi infancia en Namora, glaciadas de azúcar; el glorioso alajú de Ferreñafe; los mazapanes del Misti; el inusual tocosh cerreño de papa fermentada al agua subterránea; el clásico ranfañote y el champús de guanábana tan limeños y hasta una inesperada mermelada de rocoto sureño, junto a un tenue manjarblanco de papa …

Saturado, salgo a respirar al parque, que ya es una fiesta … Para descansar el paladar voy en busca de un agua mineral. Esta vez entro al museo por la anexa Quinta de Pezuela (que todos llamamos del Libertador). Las escaleras de viejo mangle y mármol me devuelven momentáneamente a las tardes de soledad y pájaros de otros días …

Pasando la reja mayor de la terraza adornada con dos cañones sin cureña y luego de unas rápidas habitaciones de adobe y cal con pisos de ladrillo, me recibe el mágico silencio de la huerta donde Bolívar sembró esa higuera que ahora estira sus brotes traslúcidos hacia la pérgola al pie de un camino de cascajo. Los sardineles de ladrillo del sendero están ya iluminados por unas simples lámparas de papel de estraza con arena y velas a ras del suelo, que le dan al recinto un aire medio oriental. Alzo la cabeza hacia la balaustrada y veo al mismo hombre de ropa anacrónica que me observa sin disimulo. Gira suavemente y desaparece detrás de una alta palmera. Pienso que debe ser una ocurrencia de Fedora Martínez, la subdirectora del Museo, para ambientar, con originalidad, el evento. Tengo entonces la idea de saludarla. Abro la puerta que da a los antiguos galpones de esclavos y que hoy son una hermosa y fresca galería de pintura colonial.


Recuerdo, de pronto que el profesor Francisco Merino y la doctora Merli Costa me han prometido, para una crónica de historia del arte, la diapositiva de una deliciosa Última Cena, posiblemente del taller de Diego Quispe Tito, óleo exornado de pájaros andinos y curiosamente servida de cuyes, ajíes y panes que destacan en el blanco mantel, único centro visual de reposo y enlace para las coloridas túnicas de borrosos apóstoles alrededor de un Jesús retraído contemplando el aire. La busco en la galería. La miro y remiro un buen rato.

Ahora paso a una salita lateral. Entorno la puerta de Fedora y siento unos pasos alejándose. Me atrevo a entrar. Nadie en los escritorios, nadie detrás de los estantes. Me acerco a un anaquel de legajos empolvados y no puedo evitar el placer de revolver sus añejos papeles. Allí los facsímiles de las crónicas de convento que habían atormentado mis años juveniles. Allí las ediciones príncipes de algunos de los magnos documentos de nuestra identidad.

Allí, de pronto, la inesperada y querida carpeta de filos carcomidos que tantas veces vi bajo el brazo de Walter Redmond. Contemplo con unción su menuda letra, tan querida para Juvenal y para mí. Veo sus líneas rectas, sin apuro, incontables veces leídas por nosotros. Incontables veces, también, habíamos revisado con cariño, con lástima, esas cuartillas llenas de erudición y, no obstante, de frescura misteriosa. Como si hablar o pensar de Juan de Espinoza Medrano de los Monteros, Arcediano de Insigne Cabildo de la Gran ciudad del Cuzco, apodado Lunarejo, impusiera, no la angosta vida de los códices y mamotretos coloniales, sino una como circulación secreta por los caminos de la vida simple.

Alegre y descuidado por ese hallazgo vuelvo a acariciar los folios de ese gigantesco trabajo sobre una parte tan mínima del pensamiento humano, pero enriquecida por el amor de un irlandés que se propuso destacar la inteligencia, la coherencia y la profunda humanidad de un indio, que había envejecido en los silogismos y sorites de una lógica escolástica ya anquilosada, pero también en el amor de la filología o incipiente lingüística de su siglo. Leo tembloroso la eslabonada frase redmondiana. Leo con veneración los antiguos lugares de discrepancia de eternas horas entre Juan Abugattás, Juvenal Ramos, y yo.

Ya ha oscurecido. Miro por el postigo entornado y veo las farolas de estraza como luciérnagas estacionadas marcando una desconocida constelación. Ni un solo ruido se cuela de la calle. En el placer de ese claustro materno me sorprende la atrasada voz de alguien que me urge, benévolo, a pasar a la cena. Giro la cabeza y veo al ujier cetrino con sus pantalones de pana negra ajustados que reverencialmente me invita al aula mayor con un candelabro en la mano izquierda, abriéndome la hoja de la alta puerta.

Alguien ha ordenado una mesa, distribuida con muy buen gusto, con platos exquisitos: … asados con salsa de ají, guisos, cecinas, ostras, ovas y gelatinas, Sobre unos azafates de plata, el hervido de granos de maíz, el maíz tostado con sal, la ensalada de espinacas rodeando el mondongo llovido de menta, los chochos con su tenue amargor. Otra bandeja con un lechón decorado con legumbres. Mazorcas de choclo, habas reventadas y jarras de chicha fresca de jora. Tazones con setas, humitas y frijoles. Pallares y ocas guarnecidos de espárragos. Y más jarras de chicha de maní. Platillos con camaroncillos en crema de espinacas y frutas pasas. Y el locro perfumado con guardillas de hinojo.

Este aroma me traslada a mi infancia mientras una ráfaga de aire apaga los candelabros de la mesa. Entonces otra voz, también inconfundible, con las erres arrastradas y gangosas (dice, por ejemplo, nosotrgos) se acerca a mí y con aire amistoso comenta:

— Middendorf a veces se enrguedaba. Pese a lo casi pergfecto de su fonología, ésta implica impergfecciones: ¡confundir lloqllo (luqlu -ruqru-) con 'chicha blanca' cuando la lección más plausible es la de Jogge Liga! Ruqru es paga Liga (Lira) el guiso de papas, choclo, habas vegdes, queso y leche. ¿No es acaso nuestrgo 'locro'? Middendorf, ggaciosamente, habla de panza tajada y no gueconoce nuestrgo pgoverbial 'mondongo'. Pego aciegta al tgaducig sullun matiqllu cogectamente por lechón (Frischling), allí donde Schwab, tan peguano, trgasladacagne no nacida” ...

Ante la andanada erudita de esa otra querida voz, atino a preguntar sin voltear el rostro:
— ¿Te refieres, Max, a la edición quechua-alemán de Middendorf, de su Dramatische und Lirische Dichtungen der Keshua-Sprache de Leipzig en 1891?
Ja, que tan insulsamente trgadujo Schwab, y que Meneses rguevisó paga la edición del Banco Continental de 1972.

Otra ráfaga de viento golpea una de las hojas de la ventana y entra, siempre discreto, el hombre cetrino con el candelabro en la mano. A unos pasos de nosotros, siempre amable y siempre sonriente, nos invita a saborear con él las viandas tan discutidas. Vuelvo a recordar el óleo anónimo de la Última Cena, cuya diapositiva me han prometido Paco Merino y Merli. Recuerdo la serena pintura, su penumbra de años apenas iluminada por el blanco mantel, con los cuyes que Jesús comparte entre ajíes y panes sin duda de maíz y de quinua.

Giro con temor sobre mis talones. Demoro en comprender que el amor y el agradecimiento pueden haber juntado tres siglos distintos: el XVII del indio Lunarejo, el XIX del médico Middendorf y el XX de mi maestro de gramática quechua, el suizo Max Jurth, y de Walter Redmond, el irlandés.

Cierro los ojos para saborear esa delicada y querida visión, cuando oigo la discreta voz de Fedora que me busca para emitir mi fallo sobre el concurso:
— ¿Has estado husmeando entre mis papeles?
—Sabías que no lo iba a evitar- respondo. Y añado:
─¿Qué hace al final del Philosophia Thomística del Lunarejo el manuscrito del único ejemplar de su drama quechua Chanu churin (Hijo pródigo)? ¿Quién preparó la mesa con los potajes que menciona en su primer acto, quinta escena?

Fedora permanece inmutable. Insisto: ¿Quién quiso escenificar ese pasaje del banquete para el hijo pródigo con potajes que el Lunarejo extrajo (quizás) de los conventos dominicos? ¿Por qué no hay dulces andinos en esta mesa fantasmal? ¿Quién, entonces, presentó ese dulce (por el que voté) denominado “novena maravilla” hecho de lúcuma pasa y capulíes envueltos en gelatina de pata y miel de chancaca?

Salgo del recinto, mareado y con una fatigada nostalgia, hacia la arquería del museo. La luna ha comenzado a brillar. Las preguntas que me hago son cada vez más insistentes: ¿Quién replicó, con tanta exactitud en la mesa, la línea 277 y las ocho siguientes del Dramatische … en que el personaje Ukhu de El hijo pródigo pide ese banquete tan parecido a la comida criolla que ahora conocemos?

¿El hombre que había deslumbrado a los eruditos con sus apuntes lógico-filosóficos, el cuzqueño que había dejado esos barroquísimos pero bellos sermones que se ganaron el título de novena maravilla, el Lunarejo Espinosa Medrano, el de los galanos desplantes al portugués Faría (que había osado denostar al ya ausente Góngora) en su elegante Apologética del vate cordobés; ese indio erudito en latín, griego y hebreo, música y matemáticas, aparece ahora, en esta magna casa, ‘escenificado’ en un pasaje en la lengua que había mamado en la leche, el quechua, que sólo usó en una o dos obras de teatro, sólo para recordarnos meros usos culinarios de los conventos?

Bajo las gradas hacia el parque de ficus. Me despide desde las sombras la semisonrisa del hombre cetrino. La oportuna y casual luz de un faro de automóvil le ilumina el rostro. Noto unas manchas oscuras que le cruzan del lado derecho de la frente hasta la mejilla.

La respuesta burlona y grácil de Fedora a todas las preguntas que le hice queda resonando en el aire como un espolvoreo de oro y de canela:
— Ahí te dejo ese clavo de olor …

Víctor Hugo Velázquez Cabrera
XI Bienal de Cuento "Premio Cope 2000"



Rosalía


Así, pecho a tierra, sobre el anís minúsculo del campo todavía en penumbra, mirando hacia la quebrada, colina abajo, los primeros humos de los fogones de esa madrugada se confundían con el polvillo que las gruesas gotas de una lluvia inminente levantaban frente a mis ojos, retumbando atrás mío, a un lado, al otro, en sordina, como repitiendo para un mundo de duendes el hondo retumbar de un tambor que había latido toda la noche. Enorme y lejano corazón que al rayar el primer sol había apagado lentamente su pulso hasta volverse un silencio largo y solo.

Rezumaba la tierra húmeda y limpia cuando columbré la mancha castaña de los ponchos avanzando entre las retamas del camino que subía hasta donde me encontraba. La lluvia arreció, enturbiando el cristal de la mañana y pronto el valle no fue sino una gasa desdibujada de la que me llegaba, a intervalos, un canto agudo retaceado por los giros del viento que ya venía hacia mí, perfumado de eucaliptos, ya se alejaba, en sordos desplantes, hacia el trigal que doraba, débilmente, el horizonte.

Llegaban ya hacia donde yo estaba las voces, unas agudas, otras en un seco rumor de letanías, cuando alguien en la torre de la capilla inició un diligente doblado de campanas que se mezclaba a las voces en no se qué dormida ululación: por aquíii pasóó señóórantes quel gaallo cantaraaa...lleeeva quiiincemilazoootes yunasooganla gargaanntaaa...

Era un burbujeo de frases bajas, sosteniendo ese canto hacia lo alto de la mañana que iba poniendo discretas luces en las mejillas arreboladas por el aguardiente, en los ponchos castaños, ocres, colorados, y descubría la callana del sahumerio, el rosario de cuentas corroídas o la minúscula copa de vidrio que iba de mano en mano...

Pater si vis transfer cálicemmm istum a meee... Unos labios arcillosos dejaban escapar los latines luego de saborearlos dubitativa, cuidadosamente: veruntamen nnoonn mea volunntasss sed tuua fiiiat... mientras la frase se perdía repetida por las voces que se abrían o cerraban alrededor de un potro blanco desde el cual, ojeroso y aplicado, un jinete vertía el cañazo en un blando rumor de saludos.

Sentí cólera. Me levanté de un salto y corrí sorteando las rocas de la cuesta dispuesto a no dejarla ir. No me importó que la lluvia me empapara. Salté el cerco por un portillo y caí hacia el lado de las gentes que parecían no verme. Increpé con la mirada al Elías. ¿Cómo podía decir sus latines con tanta indolencia, saboreándolos con esa voz nasal, irrespetuosa? ¿Es que ella no le significaba nada?

Me abrí paso hasta donde los hombres, pantalones negros y sacos de bayeta blanca, avanzaban con paso bamboleante con ella sobre sus hombros. El canto agudo de las chinas me laceraba el pecho. Sentí un horrible nudo en la garganta. Para deshacerlo corrí hasta los sauces del sendero y escondí la cara entre las suaves ramas que bajaban hasta la acequia junto al camino y lloraban sus delicadas hojas sobre el agua limpia y murmurante. ¿Qué secretas palabras, para consolar qué penas, murmuraban las aguas? Me incliné lentamente y metí la mano en la fresca linfa. Las sienes eran otro sordo tambor como aquél que había escuchado toda la noche. Me llevé agua a la frente y una tibia frescura me inundó. Una invisible calandria soltó su canto como una limosna. Acariciado por la brisa húmeda me recosté en el tronco áspero y consolador de uno de aquellos sauces.

Miré hacia el cementerio: ya ingresaban los hombres de bayeta blanca entre la mancha castaña y colorada de los ponchos. Uno que otro sombrero se levantaba sobre la muchedumbre en la señal angustiosa del adiós. Habían enmudecido las cantoras. Sólo la voz monocorde del Elías resonaba sus encantamientos como un vuelo de abejas.

Volví a cobrar fuerzas y corrí, esta vez buscando con la mirada por donde entrar. Trepé la pequeña tapia protegida con rotas tejas y de un salto me coloqué delante del cortejo. Mi corazón ya era una piedra más.

Avancé hasta el centro del camposanto y vi la enorme cruz de piedra que marcaba la tumba de los fieles mayordomos y caciques de la comarca. Un musgo suave y oscuro la afelpaba en su base y se rompía en celestes retazos de líquenes. Hacia arriba, anaranjadas ampollas de óxido se dispersaban hasta el labrado superior. Al pie de ella habían cavado ya la fosa, como una enorme boca mendicante.

Entonces volvió a arreciar el aguacero. Los cantos se soltaron de nuevo como palomas de angustia. Volví la vista atrás: colocaban el ataúd sobre dos reatas de cuero, mientras terminaban de cavar la sepultura. Me acerqué y miré: más alta que dos hombres, estaba anegada hasta sus tobillos y tenían que desecarla con gruesos puñados de tierra y de sal gruesa.

Iniciaron el descenso. Los latines se hicieron más altos en el viento y la lluvia mojaba las caras desencajadas y ojerosas. Alguien se desmayó.

Cogí a dos manos la tierra fría y lodosa, más desnuda que nunca, y la tiré con rabia, con ternura, sobre la breve tapa de eucalipto de la caja. Mientras los demás me imitaban, caminé hasta un sauce en la esquina del cementerio por el que se hacía muy fácil saltar afuera. Cogiéndome de sus ramas me deslicé hacia la quebrada cuyas aguas ya crecían turbias y rugientes.

Miré al cielo aborregado, con sus grises lejanos. Sin mi padre cerca, sin su enseñadora presencia, yo no pertenecía del todo a ese abigarrado mundo de tierra y piedra de los indios.

Desconocedor feliz de la muerte, había dejado mi infancia oxidarse al sol ingenuo de potreros infinitos, donde no hay un otoño sin rebrote, ni una sola sementera sin retoño. Donde cielos inacabables regresan con sus luces día a día, poniendo en el corazón la semilla de una esperanza acaso fingida pero viva en cada gémula, en cada helecho fresco, en cada vagido nuevo.

Quizás por eso Rosalía, la india que me había criado, me trataba con la misma ternura que daba a los becerros y potrillos. Quizás por eso, Rosalía repetía, como los ríos repiten los celajes, el amor entristecido de mi madre.

No acababa de ser mi mundo, y sin embargo sentía esa su muerte tan mía. Tan mi primera muerte. Golpeado el pecho por ese misterio tan de cerca, yo no supe que hacer. Caminé, entonces, a la colina más cercana y me tendí.

Así, pecho a tierra, sobre el anís minúsculo del campo, miré hacia el otro lado de la quebrada. Gruesas gotas de otro cielo más dolido y sombrío me mojaron el rostro sucio de polvo y barro.


* Óleo: Aquiles Ralli

Víctor Hugo Velázquez Cabrera
Revista Caretas
Octubre, l996