La bruma de la tarde se abre con la brisa y deja ver, desde la borda, las orillas calmas, aún silentes, del Callao. Un breve golpe de viento te trae los chasquidos apagados del agua arrastrando la guija menuda de la playa.
Acodada en la borda, cierras los ojos y, conteniendo el aliento, escuchas la densa respiración de las aguas. De pronto te ves, Isabella, saltando soga en el parque de Chucuito: las pequeñas que te rodean admiran en tu breve cuerpo ese vaivén concentrado, una, dos veces, de los hombros y el torso y, entonces...¡ahora!...con el ritmo de la cuerda, das ese salto grácil, alado, como quien entra al mar...
Ahora, esperas, contenido el aliento, el momento propicio, y sueltas el aire en un largo estallido, para luego inspirar justo cuando las aguas parduscas empinan sus leves olillas hasta los flancos del Aída.
Abres los ojos: las pequeñas casitas de madera, los alegres ranchos, y las limpias y humildes barracas de los pescadores destacan nítidamente su silueta en un cielo rosado, tan igual al de aquellas tardes del parque. Hasta crees sentir el aroma de las madreselvas y de los jazmines que Bárbara te había enseñado a amar. A la derecha, separado de las casas de madera por el muelle del Club de Regatas, comienza el malecón Figueredo con sus casas de techo a dos aguas y antigua alcurnia, en un como remedo, ahora lo sabes con seguridad, de la Costa Azul.
Esa misma luz rosácea comienza a dorarse y aparece, acariciando tus ojos, la negra hilera de palmeras despeinadas, intercalada con las moreras y los finos magueyes de tu infancia. Esa última luz de la tarde que le da no sé qué fiesta a los balaustres y balcones de Chucuito. Esas mismas imágenes tenía que haber visto Bárbara cuando llegó, para siempre, al Callao. Piensas que esa fiesta de luces no te sucede ahora, sino setenta años antes. Sientes algo inexplicable en tu interior. Y recuerdas los extraños versos que Bárbara te escribiera en su última carta:
Be in me as the eternal moods
of the bleack wind, and not
as transient things are
-gaiety of flowers...
Las voces del puerto te distraen de estos pensamientos. Preparas la valija que ya tienes a mano y te dispones a bajar. Mientras las autoridades de aduana revisan tus documentos, sientes cómo la brisa juega con tus cabellos, como un halago. Y otra vez esa extraña sensación... ¿Por qué mamá Bárbara escribió eso en su carta?...
Sé en mí como el eterno efluvio
del leve viento, y no
como lo son las cosas transitorias
- puro gozo de flores...
Una oleada de frío te sacude y te llevas las manos a la boca para calentártelas. Dejas la pasarela del barco con un firme golpe de talón y corres unos metros hasta la estación de taxis. Tomas el primero, sin discutir el precio, y te arrellanas con frío en el asiento posterior.
-No, no me lo diga, señorita—te dice el chofer con buen humor, y ya casi gritando:
- La voy a dejar en la mismísima puerta de su casa...
-¿Cómo así?- balbuceas sorprendida- Llegas de Europa luego de más de veinte años y no ves como pueda saber a dónde vas...
- ¡Ya lo verá, ya lo verá! -casi grita socarronamente el taxista- ¡Ya lo verá...!
De pronto te sientes contagiada por el buen humor del hombre y, contenta de estar en casa después de tantos años, te alzas de hombros y decides seguirle el juego. Ya tendrá que preguntarte la dirección, de todos modos. Miras a la derecha, sobre la baranda de concreto del malecón. El mar, hasta hacía unos segundos verde, ha tomado una tonalidad aceitunada, y tatúa en el vaivén de su piel el pobre calidoscopio del sol aterido y difuso.
Abres, la ventanilla del auto y te entregas, a la naciente noche. Resuenan aún en tus oídos los versos misteriosos:
Sé en mí como el eterno efluvio... Piensas con dolor, Isabella, en la muerte de Bárbara. Te reprochas no haber estado a su lado. Te colocas de modo que la brisa te dé en pleno rostro...del leve viento, y no... ves encenderse las luces de la avenida y miras al cielo: un extraño azul turquí se eleva sobre el resplandor rosa del horizonte y aparece a tu izquierda la mole oscura de la fortaleza Real Felipe...como lo son las cosas transitorias...
* * *
- Gaiety of flowers -había dicho, adulador, el capitán inglés del Queen Victory - alegría, gozo de flores, para su belleza...
Y una guirnalda de delicados lirios se posó sobre la hermosa cabellera color miel de Bárbara cuando levantó la mirada, frunciendo la frente para disminuir el brillo de las aguas, en un improvisado ritual para festejar su paso, por vez primera, de la línea ecuatorial.
- Bienvenida a los imperios de la Cruz del Sur- se floreó pomposamente Atilio Baldassari y, depositando un teatral beso en la mejilla de su joven esposa, sacó el reloj de leontina del bolsillo del chaleco, vio la hora, y, sin perder la parsimonia, la llevó de la mano al comedor de primera clase.
Ya los esperaba la consabida champaña en la mesa del capitán, que brindó doblemente: por la reciente incorporación de Atilio al directorio de la Pacific Steam Navigation Company, y por una espléndida luna de miel para su flamante jefe. Convenía, para fines comerciales, que residan en el puerto más importante del Pacífico del Sur, y así se lo había hecho saber Atilio a sus suegros en Liverpool: Bárbara Bell de Baldassari iba a ser la reina del Hemisferio Sur, ya lo verían.
Llegados al Callao al final del otoño, se habían trasladado sin pérdida de tiempo a la casa que Atilio había hecho construir según su gusto genovés: algo pomposo pero con esa serena majestad de los ligures. Frente a un mar de delicadas olillas, apenas separados de la playa por una ancha franja de jardines muy bien cuidados, dos grandes cuerpos laterales alzaban su estatura palaciega, separados sin embargo lo suficiente para que predomine la estructura horizontal del frontis.
Una reja de madera separaba los jardines exteriores de los frontales. Simétricos, de sardineles redondeados, con dos delicados amorcillos de piedra en el centro de sendas albercas, esos parterres daban paso a un doble sendero que pronto se unía al pie de una doble escalinata curva. Apenas cuatro escalones y ya se abría la terraza en una pequeña loggia que distribuía las puertas laterales y la principal, orientada al poniente, con arcos de medio punto.
Sobre el dintel, los arcos eran una mampara radiada de vidrios naranjas y amarillos que reforzaban los colores de los infinitos crepúsculos. Arriba, en el imafronte rectangular, el lema de los Baldassari: JVRE ET LAPIDA (el juicio y la piedra), en romanas y en bajorrelieve negro y oro. Más arriba, el balcón recto de triple cornisa era sostenido por dos pares de columnas dóricas que enmarcaban el noble portal.
La adustez del edificio, su estricta simetría, era rota felizmente por una torre tubular, proporcionada y esbelta. Dejaba ver detrás del pabellón izquierdo su redondez de vidrios repitiendo a todos lados los oros y gualdas de la mampara frontal, más una sección central en celestes, azules y verdes.
De esa torre hizo Bárbara su querencia muy pronto. Construida para otear los barcos de la Pacific, ocupaba la mayor parte de su volumen una escalera de caracol a la que se tenía acceso por dos galerías. La del piso bajo, corta e interrumpida por frecuentes arcos, portales y salitas, daba al jardín central, con su preciosa fuente lobulada y coronada con un flamígero ángel de Cellini. La del piso alto hacía ángulo recto con la anterior y llevaba, larga e iluminada por los esperados vidrios de colores, a los aposentos interiores cuyas ventanas daban a la gozosa explosión de verdes de un huerto.
En esa torre Bárbara mandó colocar un cómodo taburete acolchado y un reclinatorio en terciopelo negro que usaba para sus oraciones vespertinas. Gustaba imaginarse cual María, envuelta en la luz rosa, púrpura, dorada, de la Anunciación de Fra Angélico. Hasta solía llamarse a sí misma Lady of the Wynding Stairs. Desde allí vigilaba, y propiciaba con su amor, las singladuras de su amado Atilio. Allí también recreaba su infancia, a orillas de un mar más proceloso que éste, al noroeste de su Inglaterra natal. Allí repetía en sordina el poema que más amaba:
Be in me as the eternal moods...
...have me in the strong loneliness
of sunless cliffs
and of gray waters...
Allí, ampuloso y excesivo, Atilio se despedía llamándola la mia Madonna del Bel Mare.
Otro lugar de la casona que Bárbara frecuentaba con arrobo y encanto era la pequeña glorieta bajo cuya pérgola quiso sembrar jazmines y madreselvas. Solía sentarse en el brocal de la fuente y alegrarse con los traslúcidos colores de los peces, o alimentar las palomas tripolinas que le había enviado el poeta Danunzzio.
Allí solía tender en el verano su alfombra persa y, cara al cielo, rayado siempre por el vuelo alegre de los pájaros marinos, beber con la mirada los colores del crepúsculo y dejar que las primeras estrellas de la noche lloren sus luces en sus azules ojos.
Ardía entonces Bárbara en su casto amor y, efectivamente, sentía que no sólo tenía la edad de la blessed Mary, sino también su pureza.
Atilio hizo lo indecible para hacer feliz a Bárbara. Puso a su disposición una selecta servidumbre, que incluía un mayordomo jamaiquino, pues no lo pudo conseguir inglés por estas latitudes. Traía de sus viajes cuanto bibelot se le ocurría que le iba a encantar. Y joyas, finísimas joyas, preciosos camafeos, delicados intaglios...y libros, sabios y discretos libros, siempre listos a consolar su lejanía.
A su vuelta de los viajes pasaban horas enteras de beatífica felicidad en la torreta, que Atilio se esmeraba ridículamente en llamar la Tour Escargot. A esta torre, que los vecinos comenzaron a llamar la Torre de los Ingleses, ordenaba Atilio traer las cremoladas de ciruela que Bárbara paladeaba con demorado placer en los días de canícula o, en el invierno, el delicado té de bergamota que ella le exigía, conciente de su papel de civilizada - y civilizadora- súbdita británica.
Atilio leía, inspirado e histriónico, los poemas de Yeats en un suficiente y claro inglés que Bárbara le corregía de vez en cuando, y añadía algún poema del último libro editado en Londres: Ripostes de Pound. Particularmente, leía su hermosa versión moderna del The Seafarer, con la que se identificaba vanidosamente.
Bárbara, en cambio, gustaba de saborear esos otros versos del poema Doria: ...have me in the strong...Sostenme en la fuerte soledad \ de los riscos sin sol \ y de las aguas pardas, cenicientas....
Se hundía en los sonidos con complacencia. Saboreaba avaramente cada palabra y volvía una y otra vez al poema con renovado gozo. Encontraba en sus versos un extraño consuelo para su soledad.
Así pasaron los primeros años. Las ausencias de Atilio se hicieron más prolongadas y frecuentes y cada vez menos efusivos los reencuentros. Llegar a casa y saludar a Bara -como la llamaba ahora- se volvió un rito ineludible pero hueco y anodino. Dejaron de arreciar las joyas y los libros, y fueron reemplazados por lilimentos, jarabes y pomadas para la cada vez más endeble salud de Bara.
Ahora le costaba trabajo subir a la torreta, y el frío de los otoños le mordía las rodillas y los hombros. El mayordomo jamaiquino reemplazó los tés de los inviernos por horrorosas tisanas, amargas y astringentes, y por braseros para quemar hojas secas de eucalipto y cáscaras de naranja. Todas las tardes, a la hora del angelus, aparecía en el ámbito rosa y oro de la torre de vidrios este ángel oscuro, enjuto y prieto.
El jamaiquino era, ahora, quien le leía, con una hermosa voz de bajo barítono, los versos del Doria con su propia, particular anunciación:
...gray waters.
Let the gods speak softly of us
in days hereafter,...
Bárbara paladeaba, mansamente, rumiando cada palabra, cada frase hasta sentirlas suyas plenamente...
Que los dioses hablen quedamente de nosotros
en días venideros,..
Pasó ese verano y, en los primeros días de abril, Bárbara sintió que la Anunciación se cumplía. El Verbo se había hecho carne. Después de cinco años de castos y delicados amores por fin estaba encinta. Ella pensó que así Atilio cobraría renovado interés en recuperar las hermosas tardes en la Torre de la Anunciación. Pasó todo el otoño con semblante dulcemente risueño pese a los dolores de espalda, dolores de huesos y fatiga extrema.
Atilio pareció, efectivamente, renovar su interés por Bara. Para entonces el invierno la había doblegado exageradamente y el doctor Martens, médico de la comunidad anglicana, tuvo que hacerle una transfusión: el jamaiquino dio, pleno de lealtad a su señora, la sangre más roja que Martens había visto en años.
A inicios de diciembre nació el niño. La madre, debilitada en extremo por el parto, tuvo una crisis de asma y su palidez se hizo absolutamente notoria. El doctor Martens prescribió que deje de darle pecho al niño. En uno de sus ahora frecuentes llantos, con asfixias y toses, el ángel de Jamaica notó unas diminutas flores encarnadas y granas en el pañuelo que antes no estaban. Martens hizo arreglos para que Bárbara convalezca en el sanatorio climático Olavegoya, de Jauja.
Las cinco mucamas que la despidieron en la estación del tren, siempre precedidas por el ángel de Jamaica, se redujeron a dos, para el cuidado del niño, con orden expresa de usar sólo el piso superior de la casona. La planta baja quedaba para uso exclusivo del señor cuando estuviera de vuelta de sus cada vez más prolongados viajes.
El discreto vino burdeos que siempre iluminó la mesa de la pareja a la vuelta de sus navegaciones, fue paulatinamente reemplazado por brandys y vulgares whiskys. Comenzaron a venir a casa los socios y amigotes de ocasión. Una tarde apareció Bambini con una caja de ron de Jamaica que el ángel se apresuró en desautorizar. Otra, llegó Mandriotti con su secretaria y una rubia artificial. Se tomaba hasta el hartazgo. Al fin del verano, ya la casa Baldassari había establecido una rutina peculiarmente mundana, que los vecinos miraban con desaprobación y envidia.
En el sanatorio Olavegoya de Jauja, Bárbara había hecho una buena convalecencia gracias al excelente clima seco y de alta presión atmosférica, combinado con ingestas que eran celosos secretos profesionales.
Así, con la mejoría, ardiendo en deseos de ver a su hijo, la inglesita no esperó a que le diesen de alta. El comienzo del invierno en Jauja, reseco y polvoriento, fue un buen pretexto para coger sus bártulos y regresar a los suyos. Inopinadamente decidió no avisar por telégrafo. Quería darles a todos una sorpresa, mostrar su tez rosada como cuando estuvo de luna de miel a los quince años. Quería volver a su Torre de la Anunciación y allí consagrar su hijo Dorian a los dioses amables de la poesía. Quería envolver con su pureza de madonna a su amado Atilio, tanto tiempo lejano.
Bajó del tren a las volandas, complacida de su buena forma, y sosteniendo el sombrero de amplias alas, enrumbó por la ligera curva de la Capitanía de Puertos hacia la casona, que distaba apenas unos quinientos metros. A su paso, oía complacida el rumor de las aguas susurrándole casi al oído las delicadas eses y efes de su poema favorito...
...the gods speak softly of us...in days hereafter...Llenó sus renovados pulmones con una deliciosa bocanada de aire que ya le traía el perfume denso de sus madreselvas. Se desvió a un costado de los primeros ranchos, bordeó los encantadores jardines de los Agnelli y se detuvo, entrecortada la respiración por la dicha, en la parte trasera de su propia casa. Bajo los pensiles que derramaban hacia la vereda las buganvilias que ella misma había plantado, le llegaron voces difusas, tintineos, risas que se diluían en el aire y volvían a aparecer lejanas.
Decidió entrar por el postigo lateral que daba directamente a la huerta. Sacó de su bolso el pesado llavero. Giró la llave en la cerradura y empujó débilmente la puerta, entornándola. Asombrada, vio al gerente O´Neil en su glorieta, con una mujer en su regazo. En las banquetas, bajo la pérgola, jugaban a las cosquillas Mandriotti y Lescano con una rubia de risa caballuna. Bajo sus madreselvas, Atilio, desabrochada la corbata y abierta la camisa hasta la cintura, lamía golosamente los dedos llenos de anillos y sortijas de los pies de una pelirroja coronada con una guirnalda de sus jazmines. De cara al cielo, bajo la pérgola, tenía en la mano un libro y repetía, con voz escolar y chillona, el destacado verso del Doria de Pound...
gaiety of flowers...gaiety of flowers...
El jardín secreto, el huerto cerrado, que con tanto esmero se había esforzado en convertir en un paraíso, se esfumó ante su vista. Una nube negra giró ante sus ojos y la arrebató en un blando torbellino.
Cuando despertó, extrañada de verse en el suelo de grama, no supo cuanto tiempo había pasado, pero vio que no había sido notada. Sigilosamente, cerró la puerta con doble pestillo y se dirigió, decidida, a la entrada principal.
No anunció su llegada. Apenas entró, se dirigió a las habitaciones de servicio y buscó al jamaiquino. Sorprendido, el ángel no atinaba a nada. Una mueca de dolor y conmiseración se dibujó por fin en su expresivo rostro. Se dilataron más aún sus fosas nasales y un casi imperceptible brillo nubló sus ojos grandes y azabaches. En un instante entendió todo. Siguió a su ama que sólo había hecho un leve gesto y salieron a la galería baja. Cruzaron el jardín en silencio.
El ángel de Cellini, en lo alto de la pileta, espada de fuego en mano, tenía el exacto gesto del jamaiquino. Entraron a la despensa de servicio y él tomó unos bidones de hojalata. Mientras Bárbara subía al piso superior en busca de su hijo, el ángel de Jamaica regó cuidadosamente los contornos de la huerta con el líquido de los bidones. Se detuvo en el zaguán que unía el jardín central con la huerta y espió detrás de la glorieta: sólo el murmullo de la pequeña acequia que bordeaba de la columnata. Nadie bajo la pérgola. Nadie detrás de las columnas escaladas de hiedras. La alberca, con su solícita Venus de Gnido escanciando interminablemente el agua rumorosa, apenas mostraba dos o tres guirnaldas de flores aún frescas que flotaban con desgano sobre su espejo todavía iluminado por la tarde.
Bárbara, serena, cautamente, encendió una linterna de mecha. Bajó el tubo de vidrio y reguló la pavesa de la mecha. Fue acercándose lentamente en dirección a la huerta y se detuvo junto a la fuente. Caída la máscara que impone el dolor, el jamaiquino vio por vez primera el rostro que siempre había intuido en su patrona. Con unción, con embeleso, le dio paso hacia el zaguán y la vio estrellar la lámpara contra el primer pilar de la huerta.
Un rápido chisporroteo se inició en las hiedras y el fuego, alzando sus espadas, multiplicó las sombras danzarinas en un instante. La alberca duplicó ese angustiado crepúsculo en sus aguas. Pronto las llamas fueron una sola y retorcida súplica a las estrellas que, indiferentes, comenzaban a aparecer bajo, en su nido de esmeraldas. La casa entera, entonces, se fue arrodillando poco a poco, en una mueca casi humana y dolorosamente suplicante.
Las pupilas azules de la inglesa tomaron un tinte violeta y un extraño rictus apareció en sus
comisuras cuando masculló los versos finales del Doria...
The shadowy flowers of Orcus... remember thee...
El jamaiquino entendió ahora todo perfectamente. Con los ojos nublados por el llanto, cubrió con su capote a su señora y la acercó al portón principal. Las mucamas con el niño estaban ya en los jardines exteriores y sus siluetas se recortaban contra ese otro incendio que era la tarde. El ángel repetía mentalmente...
en días venideros... que las flores sombrías de Orcus ...te recuerden...
* * *
Tan pronto como Dorian terminó sus estudios en la Universidad de Ingeniería, empezó a trabajar. Con su sueldo y el dinero de la herencia, depositado en el banco íntegramente por Bárbara -pues se negó a tocar un solo centavo cuando un aneurisma llevó a Atilio, esta vez sí, al reino de Orcus, como decía ella- Dorian recuperó el terreno de la destruida villa Baldassari, que los lugareños llamaban hacía ya tiempo la Casa de los Ingleses. En el esquina externa, donde había estado el pabellón derecho del palacete, construyó una cómoda casa de tres plantas para él, su flamante esposa y su madre, la inglesa.
Bárbara, la inglesa, se había recluido en lo que quedaba del ala izquierda - ya sin la torre de vitrales- en los cuartos cuyas ventanas habían sido clausuradas. Sacarla de allí, después de veintisiete años sin pisar la calle, fue toda una proeza. Cuando Dorian Baldassari logró, después de mil ruegos, que aceptase pasar a la villa Isabella, tuvo, a su vez, que aceptar sus condiciones: una habitación especial para el ángel de Jamaica y una escalera de caracol para rezar todas la tardes el angelus.
Dorian acabó por practicar una puerta en el muro que daba hacia lo que quedaba de la huerta - escombros, breñas y desmonte- y reconstruyó a medias la glorieta, a la que rodeó de tres sencillas habitaciones. Una torreta de vidrios de colores en miniatura, que subía apenas hasta la mitad del segundo piso, conectaba las dos moradas.
El ángel, tomando respetuosamente el brazo de su señora para enderezar secretamente sus propios pasos, solía pasar todas las tardes hacia la torreta, orgulloso de la armadura aún garbosa de su patrona, a pesar de su lentitud y de su cansancio.
Pidió permiso a Bárbara para tallar con sus propias manos de antiguo marino las letras de otro lema que había llevado en la memoria a través de los años, y que ahora cobraba pleno sentido. En el arco de medio punto de la nueva puerta angulada que daba al parque, puso en la lengua de los marinos latinos: POST FATA RESURGO.
Detrás de esa puerta, se levantaba hacia el cielo un laberinto de balaustres, hojaldres y troqueles. Por la tapia calada en tejas tubulares podía verse un pasadizo de baldosas imprecisas y la madera verdosa de un remedo de glorieta. Allí remendaba el ángel de Jamaica las redes del recuperado oficio de su juventud.
Allí crecerías tú, Isabella, la mayor de los tres hijos de Dorian Baldassari Bell y de Isabella Efendi, repitiendo como un espejo la gracia de mamá Bárbara. Y bajo su amorosa mirada y la del tembloroso ángel de Jamaica, allí, como él sus redes, Isabella, tejerías tus fantasías de niña y tus sueños de adolescente. Allí construirías tus días y tu mente hasta el día en que viajaste a Europa para hacerte tu mundo. O talvez para que el mundo te haga, a ti, como ahora eres.
* * *
-¿Se lo dije, o no se lo dije? - la voz chillona del chofer te saca de tus cavilaciones.
No pronuncias una sola palabra, Isabella. En cambio, frunces la frente para acomodarte mejor los recuerdos. El taxista no se resigna a ser ignorado y farfulla, siempre a voz en cuello:
- Usted dirá cómo. Le voy a contar para que sepa. Yo tenía veinte años y vivía aquí nomás, a la vuelta de la que llamaban Casa de los ingl.....
Pero ya le has pagado maquinalmente. Sin quitar los ojos del maderamen de la casa vieja, das unos pasos ansiosos y no puedes evitar un vuelco en el pecho.
La casa de Bárbara, la inglesa. Ella te había enseñado a amar los inocentes jazmines. Las desmayadas madreselvas...Ahora sus cenizas esparcidas en el vinoso mar la reintegran al universo del que ya será una cifra y una clave secreta...
Un torbellino de sentimientos y recuerdos te vienen de golpe. Tocas la puerta sesgada de la casa. Mientras te abren, levantas los hermosos ojos azules hacia la talla de la medialuna del dintel, POST FATA RESURGO, y traduces, intrigada, lo que tantas veces deletreaste con descuido de niña: DESPUÉS DE LA MUERTE REGRESO...
Un anciano delgado y ceremonioso abre una de las hojas de la puerta. Al verte al contraluz de la noche suelta un quejido lastimero:
- Mi señora, se nos pasó ya la hora del angelus...y sólo veo una estrella...
Levantas, Isabella, la mirada hacia el cielo. Sientes claramente la corona de lirios sobre tu hermoso cabello color miel. Algo trae ahora a tu mente unas líneas de la di Paolo: sobre cuál cuerpo se demora el mar / como un beso de musgo... Entonces comprendes: Tu corazón, ahora ya en calma, da un salto grácil, alado...como quien entra al mar.
2005
Acrílico: Juvenal Ramos