Carlos Saavedra presenta sus Crónicas




Carlos Saavedra.
Crónicas apócrifas. De cómo trabajar en una transnacional japonesa y sobrevivir para contarlo. Ed. San Marcos, Lima 2008. XII caps. 323 págs.



1. Desde Herodoto hasta García Márquez, todo testimonio de época ha sido una crónica, a sabiendas o no. Ya no nos aturde, en la raíz de la palabra ‘crónica’, el nombre griego del latino Saturno, pero algo nos llega del sabor caníbal que Goya supo testimoniar en su terrible instantánea del dios filicida: Khronos, el Tiempo, devorando a sus hijos –hechos también de tiempo- porque tienen, mientras vivan, todas las potencias de la vida: crecer, multiplicar el mundo, poblarlo de gestos y de actos, tal vez inútiles, pero llenos de ese don que él ya había perdido: la esperanza. Quizás por eso tiene Saturno ese tan sentador verde bilis que Goya –español- tan bien conocía.

2. Ya no nos aturde este mito porque algún distraído creyó –en nuestro viejo castellano medieval- que la palabra ‘crónica’ se usaba toda vez que se debía enviar ‘un informe a su sacra, católica, real majestad’, es decir, un informe para la ‘corona’. Así lo entendió nuestro Waman Puma y anduvo treinta años con su Nueva Corónica (sic) bajo el brazo, por todos los andes centrales detrás de un terrible extirpador de idolatrías, y no se supo devorado por Albornoz, no se supo desgarrado por la iglesia, no se vio traicionado por Murúa que le quitó la esposa, no se sintió segregado por los curacas poqras que lo despojaron de sus casas y huertas. Así lo entendió también nuestro Garcilaso, devorado por la España racista que le quitó su nombre y lo arrojó a la lucha fraticida de las Alpujarras.

3. ‘Fue un hijo de su tiempo’, decimos, con elegante hipérbole, sin saber que estamos definiendo –al pie de la letra- la labor de existir: Sartre nos dice que nacemos a la existencia sin esencia de ser, y que a duras penas y con dolor –con algún espolvoreo de alegrías- llegamos a construir nuestra sustancia… en la puertas de la muerte. Y casi siempre –apunta Sartre- ‘en la puerta del horno se nos quema la hogaza’.

4. Este nacer para construir nuestra esencia, a cuya libertad ‘estamos condenados’, no nos obliga a cumplir el cometido. Entonces solemos pasar por la vida como esos “pájaros aborrecidos” de Pedro Malca, “sumergidos en una especie de nada”. Y perdemos así ese “infinitesimal instante de un segundo de comprensión de nuestra real naturaleza, que es la vida” (p.197). ¿Y podemos dar testimonio de esos instantes, en mí y en los otros, sin perder ese infinitesimal momento?

5. En su cariñosa dedicatoria Carlos Alberto Saavedra se define cronista. Es entonces un testigo –y un hijo- de su tiempo. Como tal, se expone al apetito de la historia –tenue disfraz con que el lobo del tiempo nos engaña con su cara rubicunda de niña dulce protegida por la roja caperuza de la civilización. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, escribe con orden lo que ve y escucha. Un cronista conduce a su lector a mundos a los que jamás podría haber accedido si no hubiese dejado las migas de Pulgarcito en cada recodo de camino y al albur de los “aborrecidos pájaros” que, las más de las veces, se llevan el testimonio en el pico de la indiferencia.

6. Ese es, entonces el valor de un cronista: estar último en la fila para dejar su testimonio vivo y rutilante. Y ese es el valor que le otorga la historiografía contemporánea. Esa es la importancia que tiene toda crónica como repertorio de usos y costumbres, bienes y relaciones, objetos de su tiempo.

7. Carlos, el entrañable amigo que nos convoca esta tarde, dedicó cuarenta años vividos “in the belly of the whale” para rizar el rizo con estas memorias. De su estilo depende referir el hospedaje del monstruo como el trágico Jonás hebreo, como el ético cazador Ahab, el capitán de Moby Dick, o como el afable, zumbón y melancólico Gepetto de Collodi.

8. Esta aventura de un joven que logra por sus méritos llegar a ejecutivo y en el camino adquiere la sutileza para conocer afinidades y divergencias, simpatías selectivas y, siempre, una mirada inteligente para contrastar las culturas peruana y japonesa tiene estilo. Con el tono trágico de Jonás relata los años en que él y sus congéneres fueron engullidos por el monstruo transnacional; con el épico de Ahab, da cuenta de hazañas imaginarias y reales, paridas o abortadas, ‘mar adentro de la frente’, que diría Alfonso Reyes; con el tono melancólico y satírico del abuelo de Pinocchio nos acerca a la humanidad de sus colegas, compañeros de ruta y de sí mismo.

9. De la épica a la comedia hay una gran elipsis que Carlos –tramoyista y acróbata- pasa como el vuelo del cóndor: tan pronto nos suspende por la suerte de un ejecutivo raptado, como ya nos está haciendo el comentario ácido -y no obstante cariñoso- de su compañero. El lenguaje es coloquial y diáfano, con inteligentes irrupciones de la segunda persona en el discurso del narrador, para dar inmediatez a la idea.

10. Duros gerentes y rozagantes damas, delicados alcohólicos de débil carácter y mano de hierro; un Fausto de la tercera edad bebiendo el aire tras nínfula Margarita, bromistas y escaladores, se disponen en estas páginas como se asienta el color en los grabados de madera del Ukiyo-e, pero algo nos dice que, tras este variopinto testimonio, una delgadísima película de nostalgia hace contrapelo -en un ‘muaré’ que tan bien sienta a la prosa ágil y precisa del memorioso don Gato- y que, con estas páginas, se despide de sus seis vidas anteriores, e inicia -sobrio y juvenil- la sétima, en la que nos revelará ya no sé qué nuevas aventuras. Que sea muy larga esta vida. En torre de marfil y de altas atalayas, Carlos … Que mirar de luengo ya es tocar este mundo, Patronio.


VH / 19, ene 2008