Escuela: se busca vivo y cierto

Where is the wisdom we have lost in knowledge?
Where the knowledge we lost in information?
Wordsworth

¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el comocimiento que perdimos en información? Así provocaba el valioso poeta inglés nuestro desconcierto ante el supuesto avance cultural y social de la filosofía, la ciencia, la educación, a fines del siglo antepasado. La moral y los usos del imperio de la reina Victoria habían cubierto todo el orbe 'civilizado' y no podía ser más halagüeña la actitud positivista de los cómodos burgueses que ordenaban y regían el mundo.

De pronto, en el corazón de ese imperio, Wordsworth ponía la mirada crítica. Habíamos perdido la sabiduría del espíritu por ganar una pobre bonanza: el bienestar de la tecnología incipiente. Ciento veinte años después, el abismo entre la mera información y la auténtica sabiduría no puede ser más profundo.

Educar se ha vuelto una trillada manera de distribuir vulgares lugares comunes, en complacientes dosis asimilables por cualquier persona distraída de la verdadera tarea del hombre en el mundo: continuar el sétimo día de la creación. La tarea permanece incumplida.
¿Quién ha de realizarla? Quien quiera que sea, ha de cumplir ciertos requisitos:

1.-Conocimientos: debe estar absolutamente al día, no sólo en pedagogía (que generalmente se la limita a la tecnología educativa), sino también en psicología del desarrollo humano (para comprender las variadas etapas de transformación de la mente al elaborar el pensamiento mágico, lógico concreto, lógico abstracto) pero sobretodo, en su materia o especialidad. No tiene ningún sentido dominar el arte de enseñar...nada, porque no se conoce a fondo las matemáticas, el lenguaje, la historia de los pueblos y de su arte, la experimentación científica o la expresión de la salud corporal.

Por de contado, este aggiornamento debe ir acompañado de un serio manejo bibliográfico, no sólo de lo último en vitrina, sino de los clásicos en pedagogía, psicología, ciencias formales, naturales, sociales y humanas, amén de la debida experiencia estética y vital.

2.-Habilidades y destrezas: La disposición natural es, como la palabra lo indica, innata. Las habilidades no se pueden aprender, se nace con ellas.
Así, el educador debe ser, necesariamente, un guía, una persona con fuerte capacidad de liderazgo, que lo ponga, además, en situación de maravillarse con lo que encuentra con el alumno.

Un conocido pedagogo alemán nos decía que lo último que pedía a un maestro en una entrevista de trabajo era los 'papeles' y el curriculum vitae. “Lo que me interesa” -decía- “es ese brillo del profesor en los ojos”, ese estar siempre alerta, como si el mundo fuese nuevo, reciente y desconocido. Esta capacidad de vibrar con un siempre renovado ‘conocer-con’, era lo que él buscaba.

La ecuación de segundo grado, el poema íntimo, el doloroso movimiento de un pueblo en rebelión, aparecen a la conciencia del maestro con siempre renovado ímpetu, como brilla una moneda en el lodo bajo la lluvia.

Las destrezas sí se pueden adquirir. Se aprenden. Entonces uno puede formarse como facilitador, como posibilitador del acto pedagógico, en una relación horizontal de persona a persona (no la de “sabelotodo a ignorante”) con el alumno, para coadyuvar a la construcción de su estar-en-el-mundo, a partir del encuentro consigo mismo. Aprenderá, así, a ex-ducir (no olvidemos el origen latino de la palabra educar: exducere, conducir hacia fuera), a sacar de dentro del joven, del niño o del infante lo que verdaderamente es, sólo que aún en potencia.
Esto es, en el más puro sentido socrático: conócete a ti mismo. No hay nada que 'imbuir', mucho menos lo que el profesor 'sabe' (o cree que sabe). O lo que el maestro 'es' (o cree que es).

3.- Valores y actitudes: Debe, pues, predicar con el ejemplo. Por trillado que sea este concepto, notemos la incongruencia a que conduce su incumplimiento: no se puede enseñar a investigar de ocho a cuatro y ser indiferente y rutinario a las cinco o seis. No puedo hablar de valor en el día, y ser cobarde por la tarde. El profesor ha de ser modelo de vida.
Y, por supuesto que para esto, ha de ser fiel a sí mismo, exigirse, quererse y hacerse respetar. Esto, en nuestro Perú, ya es mucho decir. Debe tener una actitud honesta ante la ciencia y, además, cultivar el arte de la actitud. Y todo esto con una gran dosis de humor, que lo humaniza.

Aún más. Debe tener una actitud permisiva (abierta y democrática) hacia el error como fuente de experiencia fundadora de conocimiento. Saber que no hay ninguna lógica en abandonar un esfuerzo por dos, tres fracasos. Debe enseñar al alumno a ser conciente de que la prueba y el error son el fundamento de la experiencia, el estatuto de toda ciencia. Del error y el aserto ha de pasar a la casuística, que dispone a la hipótesis, a la antítesis, a la síntesis, y a la teoría. Y quizás, a la ley, formal o natural.

Requiere, también, de una disposición afectiva, para trascender la mera formación intelectual. Aquí, estamos en el reino de Pascal (el mismo del tratado de las cónicas o del cálculo, tan racional, de probabilidades): hay razones del corazón que la razón no comprende. La lengua japonesa tiene una hermosa palabra para esto: kokoro, razón y corazón.
Así, se debe aprender -y enseñar- a pensar con el sentimiento y a sentir con la razón. De esa manera se logrará una formación integral de la persona.

Está claro que, para todo esto, se ha de ser capaz de construir su quehacer cotidiano a partir de su entrega al alumno. Sin solemnidades ni vanidad. Es decir, en un acto de eros pedagógico, en un acto de amor.

Veamos entonces, ¿dejará así de ser un mero informador? Sí. Pasará a ser un forjador de hombres libres. Recuperará la sabiduría que se nos fue en mera erudición. Y eso hará de él un auténtico transformador social. Un educador.

Victor Hugo Velázquez Cabrera, 2006