Proust: el tiempo resucitado

Misteriosa pasión la que nos lleva a buscar en la memoria aquello que cuando fue presente no supimos- no pudimos - aquilatar en toda su riqueza.Este puede ser el caso de la infancia, pero es tambien, con frecuencia, el de la infelicidad. Ese traje aislante quer nos separa del mundo, y nos deja en el mismo lugar en que lo abordamos, estragados y burlados.

Más misteriosa aún, la que nos lleva a la literatura, ese desesperado intento de hacer un presente sin fondo con todo lo recuperado del olvido. Esta lucha denodada contra el olvido, constituye el tema medular de la obra toda de Marcel Proust.

Nacido en París el l0 de julio de l87l y criado en la campiña bretona. Hijo de Adrien Proust, el médico que aisló el bacilo del cólera, y de una madre judía que lo llenó de mimos y cuidados, Marcel vivió los estertores de la Europa de la belle époque, ese delicado contrarrenacimiento en el que se apagaban, uno a uno, los más claros ideales.
Frágil, no tardó en descubrir los placeres de la observación y la contemplación: compensación de sus crisis de asma desde los nueve años, origen de la finísima calidad de sus análisis psicológicos que, lejos de hundirse en la inactividad, instauran una nueva dimensión para la introspección emocional. Extiende los brazos hacia los dorados capullos de ranúnculos que amaba por su nombre de príncipe de cuentos de hadas y se solaza con el aroma del bizcocho remojado en el té.


Luego, mucho más tarde, ese espiritu de fineza lo hará capaz de reconstruir toda su infancia a partir de ese aroma, en un alarde de estilo que terminará fundando la prosa narrativa del siglo veinte.

Muertos padre y madre, desarrolla una peculiar hiperestesia que lo llevará alternadamente al llanto inconsolable y a a la pasión extrema. Esto no impide que goce el mundo como sólo él sabe hacerlo. De una sólida cultura clásica, retruca con fino humor al Hesíodo de Los trabajos y los días y edita, justo hace cien años, en l896, su primer libro de relatos: Los placeres y los días.

En él hallamos un cuento titulado Final de los celos, germen de Por los caminos de Swann, historia de su admiración por Charles Swann, vecino y amigo de sus padres, que caerá en desgracia por su amor exacerbado a Odette, cortesana con la que tendrá a Gilberte, de quien se enamora el narrador.

Es el primer tomo de su magistral saga En busca del tiempo perdido, que saldrá a luz en l9l3, vísperas de la Primera Guerra Mundial. Acabada la guerra, logra la ansiada consagración con el premio Goncourt a su segundo tomo: A la sombra de las muchachas en flor (l9l9). Los éxitos ya no se hacen esperar. Aparecen Del lado de Guermantes (l92l), historia de la corrupta familia Verdurin, donde Swann conoció a Odette y tercer tomo de la saga. Sodoma y Gomorra, descripción puntual y cruel de la sordidez de su época (l922).

Después de su muerte por pulmonía, en noviembre de l922, aparecerán los tomos más íntimos y ricos, en ese sincero desgarrón del alma que fue el tercer ciclo dedicado a Albertine, gran amor y dolorosa pasión del narrador: La prisionera, su enfermizo noviazgo y matrimonio con Albertine.

Albertine desaparece, la huída de Albertine abandonándolo y , el sétimo y más glorioso tomo: El tiempo recuperado, en el que encuentra, al remojar nuevamente el bizcocho en el té, la memoria íntegra, profundamente dulce y pormenorizada de su madre llevándolo a visitar la granja de su admirado Swann. El recuperado beso de la madre muerta, el aroma de las hierbas de los ranúnculos a orillas de las calmadas aguas de sus cuentos de hadas...y la más delicada paz al descubrir que ese recuerdo y ese paisaje son él mismo, están en él, como en la semilla el árbol.

Decía Beaudelaire que el genio no es sino la infancia recobrada a voluntad. Y el mismo Proust, que los libros son hijos de la oscuridad y del silencio.

¿A quién nos recuerda Proust? Ciertamente, al buen Balzac, y más atrás, al señor de Montaigne, que inventó la sinceridad del ensayo...Pero, acercándolo a nuestro corazón, ¿no está acaso en el delicado Eguren? ¿En nuestro melancólico Valdelomar? ¿No lo sorprendemos también en el solitario Martín Adán de La casa de Cartón.?

Víctor Hugo Velázquez Cabrera.
Julio 1996