Es muy poco lo que conocemos de la vida de Lucrecio. Sabemos que se alocó al beber una poción amorosa, que escribió su poema en intervalos de cordura y que finalmente se suicidó. Ciertamente hay pasajes en su poema que muestran una preocupación poco común por la muerte, y lo que nos ha llegado de su trabajo está claramente inconcluso.
El De Rerum Natura es un largo poema didáctico en el que nos instruye sobre el mundo y sus leyes secretas, fiel a la teoría del universo sostenida en Grecia, hacia el siglo V aC. por Leucipo y Demócrito, y aceptada luego por Epicuro: todo en el universo está sostenido en su estructura por infinitos átomos en movimiento en un espacio vacío. Infinitos átomos en número, finitos en variedad, indestructibles e indivisibles, atraviesan velocísimos todo lo existente.
La poesía, para Lucrecio, fue secundaria a esta misión. Fue -para usar sus palabras- la miel en el brocal de la copa para apagar la amargura del ajenjo. La teoría atómica es difícilmente materia apropiada para poetizar, y Lucrecio tiene que evadir aquí y allá las dificultades de sus ardua tarea.
De resultas, hay largos y áridos pasajes de cerrados y razonados argumentos que, salvo por el metro, son más bien prosa y no poesía. Aún así encontraremos inusitados trozos cargados de rara belleza:
¿ No puedes ver los átomos moviéndose en un trozo de roca?
Si divisas hacia lo hondo de un valle un rebaño pastando,
sólo ves la blancura de una nube que lenta se desliza
sobre la falda verde de la colina, y sin embargo sabes
que en la lejana masa de sólida apariencia
hay ovejas pastando, carneros sueltos, mansos corderos,
tercamente empeñados en un movimiento interminable...
Abundan, además, las comparaciones similares extraídas de la naturaleza o de la vida humana. Para mostrar como la religión ha sido la causa de muchos males, narrará la historia de Ifigenia, que llevada a Aulis por su padre Agamemnón para desposarla con Aquiles, llega en verdad sólo para ser sacrificada a Artemisa, según han tramado los sacerdotes, por lograr una venturosa partida de la flota griega a Troya:
1, 84-101. Tan pronto como le hubo sido atada la cinta
a sus vírgenes bucles cayendo hacia los lados
y sobre las mejillas,
tan pronto como vio a su angustiado padre
de pie junto al altar,
los sacerdotes cerca sosteniendo la daga,
la masa de los hombres clamando al contemplarla,
muda en su gran espanto,
rodó por los suelos...
de nada le valía en ese cruel momento
a la infeliz doncella haber sido primera
en nombrar a su rey con la palabra padre:
Sostenida por manos inclementes fue llevada,
temblorosa y sentida ante el altar,
no para que después de la debida
ceremonia de los ritos sagrados
fuera a ser escoltada
con los claros himnos de la boda,
sino porque, en el exacto momento de la entrega,
caería, dolida y pura víctima,
bajo el puñal blandido por el propio padre entristecido,
para lograr fortuna y propiciar los vientos
al zarpar hacia Troya las negras naves de la flota griega.
A esta laya de males nos puede conducir la religión
Tal vez los pasajes más bellos sean aquellos que se refieren a la muerte. Lucrecio ha demostrado con veintiocho tesis que la muerte es la meta y el fin de todo lo existente y por lo tanto no debe ser temida. Pero sus argumentos no previenen sus sentimientos ni su simpatía con el verdadero dolor ante la muerte: el sufrimiento que cae, no sobre quien ha muerto, sino sobre aquellos que quedan atrás:
iii, 894-908 Ahora, ahora - dicen- ya no te esperará ningún hogar dichoso,
ni tu agradable esposa, ni tus dulces pequeños
se apurarán a darte el primer beso del día
y a mover tu corazón con silencioso gozo.
Pero no añaden: - ni habrá en ti ya más ningún deseo de esto -
Si los hombres vieran esto claramente y siguieran sus palabras,
¡ de cuantos temores y angustias librarían sus pechos!.
Tú, por cierto, en cuanto estás dormido en muerte,
por el tiempo que resta estarás libre de amargas aflicciones.
Pero mientras te vuelves cenizas en la pira,
lloraremos sin fin y no habrá día
que en su mañana lleve
el eterno dolor de nuestros corazones.
Hay en este poema un ardiente intensidad que atenúa sus muchas faltas. Aun cuando Lucrecio intenta destruir la fe de los hombres en el poder de los dioses, en su insistencia por demostrar las leyes que rigen lo creado, crea un nuevo dios para sí mismo, un dios que se acerca más a nuestra idea de divinidad que los dioses del Olimpo que él mismo destrona. Aún cuando ataca lo que parecen ser los fundamentos de toda religión, escribe con celo religioso sin igual que no se ha repetido en poeta pagano alguno.
El De Rerum Natura, el Origen de las Cosas, no será el más perfecto poema que se haya escrito, pero es, que duda cabe, uno de los más grandes.
Víctor Hugo Velázquez Cabrera